9 de octubre de 2015

Zinemaldia 2015 (8): Los ecos de la masacre

Existe un género cinematográfico cuya principal razón de ser -dejando a un lado matices y con todos los peros que se le quieran poner- es la sublimación de un genocidio. Si bien han existido intentos de ajustar cuentas con este hecho (el último y más conocido, el de Quentin Tarantino y su Django desencadenado), la ideología subyacente a la mayoría del western americano es uno de los agujeros negros en la conciencia de la historia del cine, y uno de los efectos más indeseados de la hegemonía de los Estados Unidos en la conformación del imaginario derivado de la existencia de este arte fundado en 1895.

Por ello, toda película que intente acercarse, con seriedad, al punto de vista de los grandes perdedores en la cosmovisión derivada de una asunción acrítica de los postulados del western supone, en sí misma, un acontecimiento, por mucho que en la representación de los pueblos indígenas por cineastas no indígenas haya muchas cuestiones en juego y las inevitables críticas por el lado del rigor antropológico puedan hacer demasiado visibles tópicos adquiridos y costuras evidentes.



En cualquier caso, y siendo conscientes del delicado terreno en que se adentra, nos atrevemos a decir que El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra es una película ejemplar al respecto, y sus valores cinematográficos van parejos a lo relevante de su discurso, en el que su protagonista, el indígena Karamakate, es uno de esos personajes cuyo poderosa presencia es capaz de reflejar, en sí mismo y en sus circunstancias, el eco de las criminales matanzas cuyo rastro se pierde en el selectivo humanismo occidental.

A través de unos ejemplares, sutiles y casi inadvertidos saltos temporales, la película nos ubica, siempre en el mismo espacio físico de la Amazo-Orinoquía, a principios del siglo XX, siguiendo los diarios del etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg, y cuarenta años más tarde, acompañando al etnobotánico estadounidense Richard Evan Schultes. En ambos casos, con Karamakate como guía, aunque entre las cuatro décadas entre una expedición y otra hayan mellado el espíritu del que fue un poderoso chamán, capaz de reírse de las incoherencias de la cosmovisión occidental (y destacando, en primer lugar, el absurdo de escribir una carta de amor a una mujer, provocando ruidosas carcajadas en uno de los momentos más relajantes de la película) y lo hayan convertido en un melancólico superviviente, cuya íntima relación con el agua provoca reales conexiones con otra película estéticamente mucho más modesta, El botón de nácar de Patricio Guzmán.


Las sólidas referencias cinematográficas de este largometraje, que van desde Vértigo hasta Apocalypse Now, no restan relevancia a su principal virtud, que es el aliento poético de una trama que en un marcadísimo y límpido blanco y negro nos lleva a la búsqueda del conocimiento y los riesgos que implica usar a seres humanos como simples medios para su acceso,  a los denodados esfuerzos por recuperar la capacidad (literal) para soñar, al engaño nacido del interés económico y del fútil afán de poseer, a la pérdida de la identidad y de los propios recuerdos, a la fatuidad del poder absoluto y del miedo como único elemento para justificar su ejercicio. Y, de fondo, los silenciosos gritos de un mundo masacrado por motivaciones como "obtener un caucho más puro" o expulsar "las lenguas del demonio", en beneficio de una uniformización en favor del afán de lucro como sustitutivo de toda tradición cultural.

La línea subterránea que une El abrazo de la serpiente con Jauja, proyectada en el mismo festival y en la misma sección de Horizontes Latinos con un año de diferencia, es la que nos da las claves del desalentado mundo en que vivimos, en el que las derrotas morales son mucho más amplias por haberse extraviado, en algún rincón lejano, las iniquidades que las produjeron. Karamakate, hombre olvidado y aislado, es el reflejo de la dolorosa lucidez del aislamiento, de la pérdida y de la conversión de nítidas sensaciones en borrosos y desdibujados recuerdos, en permanente peligro de diluirse y no dejar más huella que la sangre en la nieve fundida. 

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