23 de febrero de 2016

Cine de tres peniques


El cineasta Pablo Llorca, en su faceta de administrador de la productora Cámara Oscura, denunció en el año 2007 al Cineclube de Compostela por haber proyectado la película Tierra negra. El periplo judicial se saldó con una multa de 250 euros para el citado cineclub, a pesar de que la película fue emitida con pleno acuerdo con el director, Ricardo Íscar, que fue quien facilitó la copia de un largometraje no emitido hasta entonces en Galicia. 

Me resulta imposible sentir ni siquiera un lejano respeto por semejante concepción de los derechos de autor, y más teniendo en cuenta que la labor del Cineclube de Compostela, aún en activo, es una de las más incompatibles que yo haya conocido con el ánimo de lucro. 


Partiendo de esta base, resulta difícil encarar sin prejuicios la obra de Pablo Llorca como cineasta. Y, sin embargo, debo decir que su País de todo a 100, a pesar de su nula distribución y escasísima exhibición, me parece la mejor película española de 2015 y el ninguneo al que ha sido sometida, una más de las muestras de ingratitud hacia las obras mayores que de vez en cuando surgen en el cine español. El título de este texto no hace alusión, obviamente, a la valía de la película, sino a las condiciones de realización y a la filiación marxista que comparte con el referente brechtiano, que de forma tan interesante adaptó en su día al cine el políticamente esquizofrénico Georg Wilhelm Pabst.

La aparente sencillez de País de todo a 100 se debe en buena parte a su efectivo recurso a la conocida fórmula (de innegable aroma literario y dieciochesco, con las Cartas persas de Montesquieu y las Cartas marruecas de Cadalso como lejano antecedente)  de emplear un ¿ficticio? narrador, español, que recorre la península con la mirada de asombro del que ve su país natal transformado en chatarra tras solo cinco años de ausencia mientras es acompañado por un amigo finlandés, hombre civilizado que observa a los salvajes que han tenido insólitas ocurrencias a la hora de gastar el dinero que algún irresponsable ha puesto en sus ignorantes manos. Los hechos que ambos narradores observan son conocidos por cualquier seguidor superficial de la actualidad, pero el mero hecho de aludir a ellos de forma coherente y ordenada, sin hacer hipótesis ni sacar conclusiones generales más que en unos momentos muy concretos, son capaces de dar forma a una obra terrible y eficaz. Lo evidente es insoportable y parece que solo a base de obviarlo sea capaz la sociedad de seguir adelante. 


La voz en off, de una sobriedad tan imbatible que nos recuerda a la de los documentales de Chris Marker, acompaña a un rodaje cámara en mano que empieza con el regreso de Berlín del narrador y una primera mirada al mercado de Barceló, en Madrid, desde donde se inicia un recorrido con paradas en el Ensanche de Vallecas, la crisis política catalana, el aeropuerto de Castellón, la urbanización fantasma de Seseña, Marina D'Or, las corruptelas murcianas, el proyectado complejo de casinos de Los Monegros, las privatizaciones como catástrofe moral, Esperanza Aguirre como termita destructora del tejido público que aprendió de los errores de Margaret Thatcher, el esperpéntico hotel de El Algarrobico, la privatización de la sanidad, la primacía de la escuela concertada, el anuncio de la Lotería y el degenerado concepto de "libertad" que nos ofrece (la elección entre dos productos ¿distintos? de consumo), el modelo social hacia el que se orientan las políticas públicas -mezcla del chino y el anglosajón-, la plaza de Sol como semillero de especulación, el Parque Madrid Río como sumidero de dinero público, artífice de una deuda récord e incentivador de un insaciable afán recaudatorio y de una comprobable suciedad en las calles de la capital (imposible dedicarle el presupuesto necesario), la prohibición del botellón como hipocresía suprema ante la proliferación de terrazas con consumo libre de alcohol, la transformación del espacio público en producto de consumo y la imposibilidad de utilizar cualquier plaza para una actividad improductiva.

Y toda esta retahíla acompañada de un desolador paisaje humano, en el que un paro prolongado ha cambiado el carácter de los amigos del narrador, alguno de los cuales es capaz de elogiar su desocupación como "oportunidad" para poder criar hijos, en un contexto de incertidumbre y precariedad totales, en el que la apuesta por los transportes públicos caros (el AVE o las líneas de autobuses sin competencia) es coherente con millonarias inversiones públicas en proyectos tales como las carreras de fórmula 1. País de todo a 100, cuyo mejor síntoma es que una película tan basada en lo fáctico sea relegada al rincón del más duro e incomprensible ensayismo: lo evidente se ha vuelto insoportable. 

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