17 de octubre de 2019

Zinemaldia 2019 (7): Entre el odio y la melancolía


El odio no es más que una forma de conocimiento que en general no aprovechamos por causa de una deficiencia congénita. 
Esta sentencia, pronunciada por el narrador de la novela Cerbero son las sombras de Juan José Millás, podría entremezclarse con unos breves versos de Bertolt Brecht: 
En los tiempos oscuros / ¿se cantará también entonces? / También entonces se ha de cantar / sobre los tiempos oscuros
y, entre unas y otras palabras, nos dejarían una idea aproximada del espíritu de una parte del cine chileno contemporáneo: en particular, el que relata los ecos del golpe de Estado militar encabezado por Augusto Pinochet en septiembre de 1973. El odio, por más que goce de un desprestigio a veces pueril (es casi un lugar común que cualquier programa político se engalane con el adorno de la "lucha contra el odio", como si el problema fuera el sentimiento en sí y no el motivo que lo produce), ha dado en ocasiones buenos frutos cinematográficos sin necesidad de ser destilado o traducido a apariencias más amables: pensemos en la obra de Sam Peckinpah, en la explosión de Elem Klimov en Masacre: ven y mira, o en ciertos aspectos (y no los peores) de las películas de Quentin Tarantino. Dicho en palabras del cineasta japonés Masao Adachi: 
El cielo sin el infierno no significa nada.
De todos los largometrajes presentes en el Zinemaldia, el que de forma más inequívoca retrató con odio a unos personajes, a su vez, cargados de odio, fue Araña, del chileno Andrés Wood. Sin grandes virtudes cinematográficas, su principal mérito vino de su largo alcance político, conseguido a través el retrato, con crudeza y sin indulgencia, de tres protagonistas fascistas en el sentido más pleno de la expresión. Un retrato que alterna dos épocas muy concretas de sus vidas: la primera, en 1971 y durante el gobierno de Salvador Allende, dedicados a una asalvajada práctica terrorista a través del Frente Nacionalista Patria y Libertad, justificada con una inefable prédica: "éste es un país de mierda, tenemos que inventarnos una guerra"; una práctica que incluye víctimas sacrificiales (falsas: un militante propio que es escondido y a su vez venerado como un mártir), atentados de bandera falsa (asesinan al edecán militar de Allende haciéndose pasar por miembros del izquierdista MIR), una infinita arrogancia (resumida en las lecciones que da la protagonista femenina a un documentalista alemán, miembro sin duda del equipo con el que los cineastas germanoorientales Walter Heynowski y Gerhard Scheumann se infiltraron en este movimiento y rodaron la valiosísima Con el signo de la araña) y, como correlato a esta enérgica actividad, una intensa y agresiva vida sexual. La segunda época retratada es la presente, en la que la actividad anterior de dos de los protagonistas, funcional a los intereses de la oligarquía, ha dado sus réditos y del fascismo explícito y violento han pasado a la ocupación de posiciones estratégicas en la sanidad privada, la universidad católica y los medios de comunicación. La mentalidad de los tres, entre una época y otra, no ha cambiado lo más mínimo: los actos del pasado son quizá una molestia, pero también un orgullo para ellos, aunque cada uno lo manifieste a su manera. 



El arranque de Araña es desconcertante, insólito y terrible: una vertiginosa persecución a muerte de un carterista por un automovilista, que culmina en un brutal asesinato y una marea de espectadores espontáneos que graban la escena en sus móviles y aplauden de manera espontánea. La corrupción moral que retrata la secuencia, además de servir de inequívoca carta de presentación de uno de los protagonistas, tiene el polisémico efecto de medir las posibilidades de banalización del fascismo en el mundo actual, reduciendo un espantoso crimen a la categoría de trepidante espectáculo, digno de ser observado con la misma asepsia una carrera de las 24 horas de Le Mans. Tras este impresionante comienzo, Andrés Wood inicia una retahíla de analepsis bien integradas, sin necesidad de remarcarlas mediante un cambio demasiado evidente en la textura o el cromatismo de las imágenes: las ropas y los rostros ya nos dan toda la información.




Del mismo modo, el dibujo de los personajes es muy preciso, y algunas de sus palabras nos transmiten la dureza justa para encuadrarlos en unos modos de pensar colindantes con el nazismo. Así, la joven Inés (gran caracterización de María Valverde), tras una burlesca mención a Fidel Castro como "persona admirada", habla con soltura de Ezra Pound nada más recibir un premio como reina de la belleza (nombre, el del poeta estadounidense, de fuerte popularidad entre los neofascistas actuales: recordemos que el líder ultra al que encarnaba Javier Bardem en la española Alacrán enamorado extendía sus tentáculos a través de una fundación con su nombre, y que el principal partido fascista italiano en la actualidad, del que Abel Ferrara ofreció un amabilísimo retrato en su penosa Piazza Vittorioresponde a la denominación de Casa Pound); cuatro décadas después, se justifica con cinismo diciendo: "sólo cumplí mi deber ciudadano" y "tengo bien ganado mi derecho a una jubilación tranquila", a la vez que se queja de la dominación de "la izquierda". Frente al éxito y la elevada retribución de sus actos criminales contra el gobierno de la Unidad Popular, el personaje de Gerardo es como un espectro que vuelve de entre de los muertos, una excrecencia de la época anterior que representa una versión descarnada de la cosmovisión de los triunfadores del presente; su discurso fascista, tan crudo como insoportable, incluye alusiones a una supuesta invasión musulmana de España, Francia y Alemania; su justificación de un ilegal arsenal de armas casero como "la defensa de un Estado libre", y su defensa del asesinato de un simple ladrón identificando el robo con "traición a toda una sociedad", cuyo autor "sabe que se expone a la muerte". Entre una y otro, el recuerdo de estas palabras de Nicos Poulantzas:
La ideología dominante dispone siempre de un lenguaje específico destinado, más particularmente, a la exportación a las clases dominadas. 
El puñetazo definitivo de Araña llega con su rótulo final, que nos aclara que Patria y Libertad fue disuelto tres días después del golpe de Estado militar del 11 de septiembre de 1973: en definitiva, sus criminales y ultranacionalistas miembros fueron simples peones en el atroz parto del neoliberalismo.


Más cercano a los versos de Brecht que a las reflexiones del narrador de Millás y, por lo tanto, con más melancolía que odio, la visión que a través de La cordillera de los sueños ofrece Patricio Guzmán ofrece sobre las consecuencias de lo relatado en Araña se parece al acta notarial de un país sobrecogido y derrotado, para el que nunca habrá un final justo, como para la Grecia de Comportarse como adultos, en donde se dice: "el pueblo fue derrocado", o como para la España de Jaime Gil de Biedma: "De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal". Una melancolía no solamente desmovilizadora y destructiva, sino cercana a la que de esta manera teorizó el filósofo Manuel Cruz:
La melancolía no se opone a la memoria, sino solo a la mala memoria; esto es, a aquella que, por poner un ejemplo esclarecedor, bajo el pretexto de rememorar incesantemente a las víctimas, olvida de forma sistemática los ideales por los que ellas se sacrificaron. Bien está que recordemos el dolor y el sufrimiento que padecieron, pero tal vez esté aún mejor que recordemos sus esperanzas, sus luchas, sus victorias y sus derrotas. Ahora que lo pienso, tal vez sea la más hermosa manera de honrarlas.


Guzmán nos cuenta de nuevo, como en Nostalgia de la luz y El botón de nácar, con la misma voz narradora cansada y susurrante, que nunca hará las paces con el estado de cosas en Chile: la liquidación de la causa que dio sentido moral a su país es el origen de una angustia que llegó para quedarse. Quizá, también, sea el origen de los escombros y el herrumbre se fueron adueñando de su casa natal, a la vez que la desidia hizo pasto de uno de los edificios centrales de la dictadura de Pinochet, hoy tan abandonado como el recuerdo de sus crímenes en la sociedad chilena y el del intento socialista al que intentó borrar de la faz de la tierra con aquéllos. El documentalista Pablo Salas lo verbaliza así: 
A Allende lo sacaron de un hoyo y lo metieron en  otro.
mientras que Patricio Guzmán compara la experiencia de ambos con la sentencia:
Yo me fui, él se quedó, los dos fuimos derrotados.


Los bellos planos aéreos de un lugar aquí antropomorfizado y retratado con una veneración casi panteísta, la cordillera de los Andes, convierten a La cordillera de los sueños en un coherente fin de trilogía, tras haber realizado antes análogas operaciones, siempre incardinadas con la denuncia melancólica del devenir histórico chileno desde 1973, con el desierto de Atacama y el litoral chileno. Si por algo destaca el tercer largometraje de este notable ciclo, el más destacado de su autor desde La batalla de Chile, es por su utilización de un tesoro documental y cinematográfico: el archivo del documentalista Pablo Salas, cuyas filmaciones de la represión pinochetista ponen el contrapunto a la serenidad que el hermoso contemplar de las montañas puede producir, por más que sea una serenidad cercada por la angustia. Las palabras de Salas a cámara nos muestran que a su minuciosidad va unida una actitud insobornable y que la cicatrices de la derrota sigue vivas porque el modelo económico fundado por la dictadura, asentado en la privatización masiva del suelo y de los recursos naturales, en la repugnancia de lo público y el desechamiento de cualquier concepto de interés general, es, en fin, el que nos gobierna hoy: si los chilenos fueron ratas de laboratorio, el resto del mundo fue (fuimos) después ranas en cocción. Como apunta Patrica Guzmán,
mientras Chile no tenía libertad, los economistas de Chicago lo tuvieron todo. 
Su deseo final, "que Chile recupere la alegría", es un entristecido ejercicio de voluntarismo que apunta a una melancolía sin fin. Las heridas de la tragedia chilena siguen abiertas porque explican nuestro mundo y su tono apesadumbrado llega, en fin, de una amarga constatación de las ruinas del presente, marcado por, dicho en palabras de Perry Anderson, "el método como impotencia, el arte como consuelo y el pesimismo como quietud". 

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