15 de diciembre de 2019

Una memoria del cine Doré

Este año se ha celebrado el trigésimo aniversario de la restauración del cine Doré para su conversión en sala permanente de proyecciones de la Filmoteca Española. Haciendo la cuenta fácil, puedo decir que he sido testigo de casi la mitad de este tiempo, desde mi llegada a Madrid, en octubre de 2004, y aunque para escribir sobre ello tenga que abusar de subjetividad, de anécdotas y de recuerdos personales (algo que, por otra parte, creo que hago con demasiada frecuencia en esta página: a veces sospecho que solo hablo de mí mismo por películas interpuestas), creo que éste es el momento para hacerlo, porque, más allá de celebraciones institucionales y de ecos mediáticos, los lugares como el Doré son, también, la memoria de quienes lo habitamos durante esta última época. 

Ahora puedo decir que mi primera visita al Doré fue, a la larga, decisiva para orientar una vocación más poderosa que ninguna de las anteriores, la de espectador cinematográfico, pero no creo que entonces me lo pareciese: era uno más de los lugares que quería conocer en Madrid, tras haberme criado en el mundo rural y haber vivido cuatro años en una ciudad de raigambre universitaria pero menos de 100.000 habitantes. La mejor prueba de ello es que tardé algunos días (tal vez, más de una semana) en ir por primera vez después de estar instalado en la ciudad y, por más que haya intentado fijar los detalles de aquella primera visita durante años sucesivos, no he conseguido recordar, a ciencia cierta, cuál fue la película protagonista de mi primera sesión. Sé que en la segunda mitad de octubre de 2004, en la poco memorable sala 2, y que se trataba de un largometraje de la primera época de Anthony Mann, aunque no era el primer día que pisaba el cine: había ido, unos días antes, solamente a conocer el lugar y sacarme un abono de diez sesiones, que entonces costaba diez euros. Recuerdo que no era, en absoluto, una buena película, sino una floja rareza, indicativa de las penurias con las que Mann tuvo que arrancar su carrera, y que probablemente se trataba de un musical (lo que reduciría las candidatas a dos: Nobody's Darling y Sing Your Way Home). Sin embargo, sin poder estar seguro, el nombre de esa primera película queda, y quedará siempre, en el aire. 

Al respecto, se puede hacer un paralelismo entre mi dificultad para recordar ese detalle y lo que aquí describe Robert Bresson: 
Dos personas que se miran a los ojos no ven sus ojos sino sus miradas. (¿Razón por la cual uno se equivoca sobre el color de los ojos?)
Las primeras películas fueron, todas, de aquella retrospectiva de Anthony Mann y en la sala 2; la fecha de la primera visita a la majestuosa sala 1 llegó, si la memoria no falla (aquí la impresión fue mayor, y el margen de error es por tanto menor), el miércoles 20 de octubre de 2004, con The Great Flamarion, una no demasiado afortunada inclusión en el cine negro del mismo director de Horizontes lejanos, protagonizada por Erich von Stroheim.

Visto desde el presente, en el ciclo de Mann confluían algunos elementos que lo convertían en un candidato adecuado para ser el primero: uno, que lo conectaba con el inmediato pasado y otro, con un futuro que se concretaría diez años más tarde. En primer lugar, entre las pocas decenas de películas vistas en pantalla grande antes de vivir en Madrid estaba Winchester 73, proyectada solo unos meses antes (el 23 de marzo de 2004) por el Cineclube de Compostela en la Sala Yago de Santiago, quizá el cine más parecido al Doré de todos cuantos he conocido y que, desgraciadamente, se encuentra hoy en estado de abandono, como lo estuvo el Doré durante décadas.


En segundo lugar, la retrospectiva de Mann era una de las que, anualmente, organizaban la Filmoteca Española y el Festival de San Sebastián, y la que marcaba el inicio de la temporada de programación cinematográfica, tras un verano reducido a una antología de los estrenos de dos años atrás. Casi una década más tarde, en 2013, dicha retrospectiva estuvo dedicada al entonces recién fallecido Nagisa Oshima, y, tras haberla seguido al completo, pensé que quizá había llegado a mi punto culminante como espectador de cine y que ya podía retirarme de Madrid a vivir en un lugar más tranquilo y familiar, sin ser consciente, entonces, de que el cine Doré era el lugar tranquilo y familiar que creía anhelar y que ya tenía y que solo un año después, el mismo Zinemaldia que estaba coprogramando una parte pequeña pero tan significativa de las sesiones anuales de la Filmoteca dejaría de ser un festival lujoso y lejano para convertirse en otro lugar de visita anual, ya, después de seis ediciones, tan reconocible y acogedor como el Doré. 

Volviendo a octubre de 2004, recuerdo la gran impresión del primer CinemaScope en pantalla grande, El hombre del Oeste: en los colores, la textura de las imágenes, el ambiente de la sala y la magnificencia de la proyección había algo que no había visto antes, aunque ese impacto se vio superado cuando, al mes siguiente, llegó el ciclo de Victor Sjöström, uno de los grandes cineastas de todos los tiempos, con todo el ímpetu y la ausencia de prejuicios y de límites artísticos de los pioneros del cine silente y con unas proyecciones ejemplares, acompañadas del brillante pianista Javier Pérez de Azpeitia, quizá el principal responsable de que las sesiones del ciclo acabasen, invariablemente, con una prolongada ovación, algo que hasta entonces no sabía que fuese posible en una sala de cine. Con el tiempo, he pensado que Sjöström quizá sea el primer autor de obras maestras de la historia del cine, aunque esta opinión está sin duda influida por la subjetiva circunstancia de que las suyas fueron las primeras obras maestras que vi en el Doré. 

Gracias a Mann, a Sjöström y a algunos otros ciclos que llegaron poco después (como uno integral de Roberto Rossellini, en abril y mayo de 2005, en el que fui partícipe de la ovación más calurosa y que más veces recuerdo para una proyección sin pianista: la de Roma cittá aperta) y a causa de mi indefinición vital, tenía la sensación de que cada proyección era un acontecimiento del que sería partícipe durante tiempo limitado, y del que tenía que guardar memoria: así, coleccionaba todas las hojas de sala, que entonces eran costumbre en la mayoría de ciclos y estaban elaboradas con gran cuidado (ahora mismo, cogiendo una al azar, me encuentro con un comentario de Germaine Dulac sobre La rueda, de Abel Gance), así como todos los programas mensuales de mano (práctica que mantuve hasta junio de 2012) y algunas entradas de sesiones especialmente significativas, como la de Pather Panchali de Satyajit Ray (sin conocer hasta entonces nada del cineasta bengalí); la de El mundo sigue de Fernando Fernán Gómez (diez años antes de la restauración digital y del reestreno en salas que la puso en el lugar que merecía), a la que entré con la ignorante creencia de que su autor era sólo un valioso y excéntrico actor de comedias menores; o la de Imitación a la vida, de Douglas Sirk, una fría y lluviosa tarde de domingo de 2006, en la que buena parte del público salió llorando conmovido y sin la que, sin duda, mi especial querencia hacia la obra del cineasta alemán nunca hubiera sido tan intensa.


De aquel afán coleccionista se fueron desgajando los programas de mano, que conservo pero que dejé de guardar en junio de 2012, cuando se generalizó su publicación en PDF a través de internet; las entradas (que ahora ya ni siquiera llevo en formato físico), conforme fui siendo consciente de que el impacto de ciertas sesiones que creía únicas se volvía a repetir años después, con la misma película e idéntica copia, y las hojas de sala, desaparecidas con la crisis económica que llevó a la Filmoteca a descender, a partir de 2009, de forma progresiva pero abrumadora sus actividades, a imprimir de forma limitada sus programas mensuales de mano (y ofrecer, en sustitución, fotocopias en blanco y negro que solo incluían un par de semanas) y, finalmente, a cerrar durante cinco meses la sala 1 del Doré por una plaga de chinches, en lo que fue, quizá, el punto más bajo de su decaimiento hacia el abandono; un abandono, de cualquier manera, que matizaré después. 

Otro aspecto de mis primeros años como espectador del Doré eran ciertas características de una parte de su público más fiel, que le daban a algunas de las sesiones un aspecto de cementerio de elefantes: la media de edad era muy alta, la presencia de gente joven era casi excepcional y entre los habituales eran mayoría personas que no hablaban con nadie: llegaban, se sentaban, veían la película (o se dormían) y se iban. No pertenecía a este último grupo, claro está, Miguel Marías, que entonces era un espectador casi diario, al igual que el recién fallecido Javier Aguirre, acompañado de Esperanza Roy, o el siempre huraño Jos Oliver, con el que jamás he cruzado palabra (pese a haber compartido con él, probablemente, más de mil sesiones) y del que hace poco descubrí que es el traductor de los libros que más admiro, el Douglas Sirk por Douglas Sirk de Jon Halliday. Mención aparte merece la problemática figura de José Manuel Marchante, un espectador muy característico y casi legendario hasta su fallecimiento (en 2009), ataviado siempre con una sempiterna gorra blanca y, por lo que pude saber más tarde, poseedor de una de las colecciones de películas en VHS más importantes del mundo, aunque los habituales del Doré sabíamos que lo más recomendable era huir de él como compañero de butaca. 

Este panorama contribuía a que, en aquellos primeros años, el espectador mayor y solitario que desaparece un día sin que nadie lo eche en falta fuese una figura que me provocaba el temor, real, a asimilarme a ella; poco a poco he ido llegando a la certidumbre de que quizá no haya otro destino posible y posiblemente dentro de unos años algún otro espectador joven y recién llegado a Madrid me observará con los mismos ojos y el mismo temor con los que yo veía entonces a aquellas figuras anónimas. De todos modos, si durante muchos años yo fui un espectador también anónimo y solitario, que no hablaba con nadie más que las contadas veces que iba acompañado, desde el año 2011 en adelante el contexto fue cambiando gracias, en primer lugar, a Roberto Green, el primer asiduo con el intercambié algunas palabras cuando los azares nos sentaron en butacas contiguas y con el que no he dejado de intercambiarlas hasta hoy, a pesar de sus años de estudios en Los Ángeles; su presencia y su simpatía en el Doré siempre fueron tan evidentes que para mí eran un modelo de cómo ser una parte positiva y viva de la comunidad de espectadores habituales. Una comunidad, por otro lado, que experimentó un notorio rejuvenecimiento en la última década, por diversos motivos que van desde una crisis económica que hizo especialmente llamativos los más que razonables precios del Doré hasta la conformación de una nueva cinefilia joven, alejada de la veneración conservadora del cine clásico y acostumbrada a acceder y a valorar películas de todas las épocas. Todo ello, en fin, se me hizo evidente cuando una noche de 2009 comprobé que se habían agotado las entradas para Metrópolis, de Fritz Lang: algo, hasta entonces, insólito, conociendo las desventuras de las desérticas sesiones mudas de años anteriores. 

Ahora, ocho años después de haber roto el hielo y el propio anonimato, me cuesta pasar desapercibido en el Doré y acudir a alguna sesión en la que no tenga a nadie a quien saludar, desde los mismos exteriores del edificio hasta la entrada en la sala, en la que ya me he acostumbrado a escuchar el "¡Buenas, caballero!" con el que invariablemente me saluda Ángel, uno de los acomodadores. En ese sentido, hay un paralelismo con una de las sesiones más singulares que pude vivir, la de El oficio de las armas, de Ermanno Olmi, en julio de 2006, en la que su comienzo farragosamente discursivo hizo huir a no menos de la mitad de los espectadores presentes en los primeros veinte minutos, y los ochenta siguientes acabaron por transformarla en algo semejante a una obra maestra. 

Hablando del Doré, es obligado incluir un pequeño apartado dedicado a sus desastres. El mayor de todos ellos del que yo fui testigo se produjo durante la proyección de El niño de la bicicleta, en abril de 2012 y con los hermanos Dardenne en la sala después de haber presentado una retrospectiva de su obra, en la que tras el cuarto rollo de la película volvió a proyectarse el tercero. Aunque la rectificación no tardó mucho, creo que fue un síntoma del mayor defecto de este cine y es la cantidad de proyecciones arruinadas por errores insólitos, que no he visto en ningún otro lugar: películas proyectadas de forma desenfocada, subtitulados ausentes, incompletos o sin sincronizar, cortinas que no abren y que hacen que se cancele una proyección, sonido distorsionado, el foco desviado hacia arriba o hacia abajo, películas proyectadas literalmente del revés y el sangrante cambio en el orden de los rollos, que sucedió al menos en tres ocasiones más (en sendas proyecciones de El orfanato de Ibáñez Serrador, Magnolia de Paul Thomas Anderson y Mulholland Drive de David Lynch). Recuerdo la sufrida figura del gerente del Doré, Antonio Santamarina, que era quien daba la cara cuando la proyección no iba como debía y cuya presencia antes de una sesión ya levantaba los rumores de los resabiados que allí poblábamos: qué habrá pasado ahora, nos preguntábamos. Santamarina intentaba dar alguna explicación, considerando, en definitiva, que algo debía a los espectadores, por pocos que fuésemos y por vistas que tuviese nuestras caras; desde su jubilación, eso se terminó y si hay algún problema, lo tenemos que adivinar, de hecho, durante la proyección; explicaciones no hay, y si hay disculpas, llegarán días más tarde y sólo si ha habido ruido en las redes sociales. En eso y en algunos detalles más (como la iniciativa de numerar obligatoriamente todas las entradas de todas las sesiones; en la forma de planear algunos segundos pases, a la misma hora y el mismo día de la semana que los primeros o en la repetida y mala costumbre reciente de los preestrenos de películas que se verán en salas comerciales a los pocos días) se ha adecuado a los impersonales y gentrificados tiempos presentes en el peor de los sentidos. 

Pero, en fin, más allá de estos problemas y a pesar de sus penurias, sus errores y sus extraños criterios en ocasiones (todavía me pregunto si no había un cineasta peor que Jesús Franco al que dedicar la sesión de su trigésimo aniversario), la grandeza de la Filmoteca y del Doré han sido capaces de dejar en un lugar secundario los sinsabores mencionados. Antes mencionaba el problema de plaga de chinches, que finalmente y tras casi medio año de cierre se resolvió con un cambio de todas las butacas de la Sala 1, pero cuando llegó, en una época de fuerte estrechez presupuestaria y con buena parte del personal de la Filmoteca y del Doré jubilándose sin recambio, estaba punto de empezar una retrospectiva completa de Hou Hsiao-Hsien; retrospectiva que, a pesar de todo, pudo proyectarse casi íntegra en Sala 2. Del mismo modo, solo el Doré fue capaz de proyectar películas tan inencontrables como la primera versión de Ordet, dirigida por Gustaf Molander, dentro del irrepetible ciclo de Victor Sjöström (en este caso, actor protagonista); de hacer una retrospectiva íntegra de un cineasta tan joven y poco conocido, en abril de 2014 y antes de que Mommy fuese descubierta en Cannes, como Xavier Dolan; de aprovechar el buen momento del cine taiwanés para encandenar, en mayo y junio de 2008, sendos ciclos de Edward Yang y de Tsai Ming-liang; de traer a una pianista tan extraordinaria como Deborah Silberer para hacer inolvidables las impresionantes sesiones del ciclo El silencio de Eros, dedicado a la filmografía de Louise Brooks, en febrero de 2011; de dedicar nueve meses a una retrospectiva de Raúl Ruiz; de organizar, escalonadamente, dos retrospectivas en 2012 y 2013 de dos cineastas tan poderosos y tan relacionados entre sí como Claire Denis y Olivier Assayas; de llamar a las puertas de la Fundación Japón para organizar una serie de ciclos, entre 2012 y 2015, tan diversos y estimulantes como desgraciadamente ya abandonados; de proyectar tres veces entre 2009 y 2012 las cinco horas de duración tanto del Dr. Mabuse como de Los nibelungos de Fritz Lang o de camuflar una joya desconocida como Segundo López, aventurero urbano de Ana Mariscal en un homenaje a Tony Leblanc.

En estos quince años, también, algunas carencias: ningún ciclo de Yasujiro Ozu, de Douglas Sirk o de Alexander Dovzhenko, proyectados con cuentagotas, al igual de Mikio Naruse, Philippe Garrel, Kuleshov, Pudovkin, Pabst, la misma Ana Mariscal o Juan Antonio Bardem; tan solo uno de Kiarostami y con buena parte de las copias en Blue-Ray. Desgraciadamente, la única herramienta de intervención del público en la programación, el buzón de sugerencias, ha dejado de ser operativo en el último año; mi primera petición, concedida, no me atreví a hacerla hasta el pasado 2018 y fue La advertencia, una coproducción del bloque soviético (entre Bulgaria, la RDA, la URSS y Hungría) que filmó Juan Antonio Bardem en 1982, a modo de biopic del líder comunista Georgi Dimitrov. La película fue un fracaso absoluto de público, incluso entre mis amigos (a los que anuncié alborozado mi "primera" intervención en la programación del Doré) y demostró mi escasa valía como programador, de la que seguramente ya no habrá más pruebas. 


Y, para terminar, algunos momentos favoritos: las proyecciones, el difícil verano de 2005 y recién terminados los estudios, de Un hombre sin pasado de Kaurismäki y de Dolls, de Takeshi Kitano; la de La vida de los otros de Florian Henckel von Donnersmarck, coronada por una inesperada ovación, el no menos delicado invierno de 2010; la de Anticristo, de Lars von Trier, el día central de la visita del papa Ratzinger en agosto de 2011; las de La France est Notre Patrie de Rithy Panh y For Ever Mozart de Godard un infausto cumpleaños de 2017; las dos, separadas por seis años y crecientemente inverosímiles, de Soy Cuba, de Mikhail Kalatozov, y las dos, melancólicas, devastadoras y separadas por nueve años, de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de Andrew Dominic; la doble sesión de Death Proof y Planet Terror, en agosto de 2010, sin conocer a Tarantino más que de nombre ni haber oído hablar de la exploitation; la de la ignota y maravillosa obra póstuma de Mikhail Romm, Y sin embargo creo, terminada por Elem Klimov y Marlen Khutsiyev, en una poco transitada retrospectiva del director de El fascismo ordinariola de  Il posto  de Ermanno Olmi, tras un paréntesis de un año y nueve meses fuera de Madrid, el primero de marzo de 2008 y la de Passion, de Brian de Palma, en junio de 2015, tras otra lesiva pausa de cuatro meses lejos de la gran ciudad. Y, muchas veces, la misma sensación que el día 1 de julio de 2012, mientras se jugaba una final de la Eurocopa de fútbol entre Italia y España y dos decenas de personas nos atrevíamos a ignorarla viendo Trono de sangre de Kurosawa en celuloide: aunque el mundo enloquezca, nuestro futuro se deshaga en pedazos, las personas queridas desaparezcan, la política se fascistice o nuestro espíritu se apague, la Filmoteca seguirá ahí, presta a recoger lo que nos quede de espectadores curiosos o ya solo inerciales, para recordarnos que el cine es un arte para ver en silencio, rodeado de un grupo de semejantes, con un telón, una decoración impecable, un anfiteatro, una pantalla de grandes dimensiones y los ojos atentos.

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