Analizar por escrito el tiempo presente con unas herramientas teóricas insuficientes y sin tener una dedicación profesional relacionada con la sociología o con el trato directo y diario de personas de toda clase y condición es una tarea que colinda entre la inutilidad y el vacío. Parecería, pues, que intentar hacer algo semejante a través de una lista de películas favoritas del año es una tarea cuya valoración no puede estar muy alejada de tan desalentadora descripción; el problema para llevar esa conclusión hasta las últimas consecuencias es la poderosa fuerza de la inercia (si la hicimos el año pasado, y el anterior, y el anterior, ¿por qué este no?) y la escasa seducción de la alternativa: sin texto de balance cinematográfico del año, salpimentado de la consabida lista, ¿qué quedaría? Ningún análisis sobre el momento cinematográfico actual o ningún texto en absoluto, ¿son mejores que un texto insuficiente y ateórico, fundamentado en intuiciones y sensaciones? Desde la inquietud y la angustia que provoca el temor a sentir el paso del tiempo sin hacer nada en absoluto valioso, el silencio pierde frente al mediocre texto realmente existente: el hacer algo, en este caso y desde mi actual punto de vista, gana frente al no hacer nada.
Empiezo así y añado la percepción, insisto en que puramente subjetiva, de que la visión de las salas de cine como refugio de náufragos al borde la extinción es una construcción publicitaria, tan falsa como la del siempre inminente triunfo del libro electrónico y el fin de la lectura en papel. Por supuesto, las salas de cine están en crisis, al igual que están en crisis la democracia, la familia, la filosofía, la novela, Occidente, Oriente, América Latina y la Unión Europea: lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer, vivimos una época de gran confusión, los grandes relatos han terminado, es el mejor de los tiempos y es el peor de los tiempos, etcétera. Pero lo cierto es que muchas sesiones a las que voy están llenas, los días del espectador se forman colas, películas subtituladas de muy larga duración se abarrotan y, sobre estas mismas películas, se suceden las conversaciones, las valoraciones, las polémicas, se desatan los egos, las satisfacciones, las decepciones, los escándalos, las arrogancias, las modestias, los tuits, las capturas, los adanismos, las sobreinterpretaciones,... En fin, que la aparente decadencia del cine y su inminente conversión en una banal variedad del ocio casero está haciendo mucho más ruido del esperado.
Dicho esto, creo que el balance de los estrenos comerciales de los últimos doce meses, al que me circunscribo, una vez más, por acotar el terreno a una lista de películas accesible y conocida, ha sido lo suficientemente positivo como para haber tenido que barajar hasta 22 títulos, todos ellos dignos de entrar en la lista de diez favoritas, y aunque no haya una triunfadora clara (esto es, ninguna obra maestra que se haya evidenciado durante este 2019, al menos en su primer visionado), la ordenación obedece a unas preferencias que, aunque mínimas, son reales. De los largometrajes, a mi entender, más destacados del año entresaco un espíritu común: su conciencia de fragilidad y su carácter de gritos de auxilio antes que de puñetazos en la mesa, aunque, por el tono predominante en ellas, más convendría hablar de susurros de auxilio, y no de gritos, desde una profunda asimilación de lo que significa el fracaso vital y, en definitiva, la tristeza de existir.
1. Fourteen (Dan Sallitt, 2019): La precisión, la aparente frialdad y la ausencia de ornamentos en la puesta en escena de este cineasta estadounidense, por fin debutante en las carteleras españolas tras haber realizado en 2012 una de las grandes sensaciones de la década, The Unspeakable Act y tras una memorable retrospectiva y visita al festival Filmadrid, alcanzaron un grado mayor de accesibilidad al abrir su foco a una historia de largo recorrido sobre la amistad entre dos jóvenes durante una década. Un episodio de abuso, apenas esbozado, se convierte en el eco lejano que va empujando grandes elipsis de una malograda relación que sufre de la precariedad extrema, material y emocional, y en la que amor no salva, ni la bondad es suficiente, ni la confesión alivia, ni la vida ayuda: y, a pesar de esa aridez, la desarmante autenticidad y la conmovedora intensidad con que afrontan sus caídas convierten a Mara y Jo en las protagonistas de un microcosmos de la miseria emocional de nuestro mundo.
2. La ceniza es el blanco más puro (Jia Zhang-ke, 2018): Fiel a su afán de mostrar las dislocaciones en la sociedad china al compás de su conversión en la gran potencia económica mundial, el director de Más allá de las montañas ha conseguido en su nueva película-río (abarca 17 años) perfeccionar los modos y maneras de esa única gran obra que lleva haciendo, con distintos matices, desde Platform. Sus elementos son un gran poderío visual, un llamativo cromatismo, la utilización de los trenes como símbolos de los cambios de etapa y una poderosa secuencia de violencia como detonante de la abrupta elección vital de una protagonista que llega a la cúspide tras recorrer 7.700 kilómetros, sin por ello dejar de mostrar la futilidad de su triunfo ni su carácter, como el del resto de su generación, de material fungible al servicio del progreso.
3. Ray y Liz (Richard Billingham, 2018): En la línea del más interesante y genuino cine social británico, que tiene poco que ver con Loach y mucho con la trilogía autobiográfica de Bill Douglas y cierto Terence Davies, el fotógrafo y ahora cineasta Billingham es capaz de extraer belleza y multitud de matices de la sordidez, a través de un ritmo moroso, una cuidada fotografía en celuloide y una magistral fijación en detalles cotidianos de, por un lado, una infancia marcada por las penurias y la desatención a la vez de por la curiosidad y delectación en cualquier pequeño rastro de vida y, por el otro, una vejez sórdida y alcoholizada pero satisfecha por el placer de engullir licor a chorro en una vacía habitación.
4. Un hombre como Dios manda (Hadrian Marcu, 2018): Con los mejores elementos de la importante cosecha de cine rumano que lleva despuntando en festivales desde hace una docena de años, este cineasta debutante nos propone a un protagonista en apariencia indolente y flemático, pero con un acentuado sentido de la responsabilidad, que lidia con una concatenación de problemas que ponen en cuestión su misma existencia, cimentada sobre bases extremadamente frágiles. La ambigüedad, la contención y la sensibilidad, sus mejores armas.
5. A la vuelta de la esquina (Thomas Stuber, 2018): Un leve aire kaurismakiano pero con tonos crudos y textura de celuloide sirven para convocar el espíritu de la RDA en un grupo de trabajadores damnificados por su disolución, resistentes a su manera (a través de la ingenuidad, una bonhomía irónica y una marcada mentalidad antiproductivista) aunque frágiles y solitarios, quizá representantes del tipo de trabajador que el régimen del SED les educó para ser a condición de que no llegaran a serlo. En el almacén oscuro en que habitan destaca Sandra Hüller, en una posible continuación del personaje de Toni Erdmann tras la benéfica influencia de aquel inolvidable abrazo con su padre disfrazado, presentada ejemplar y amorosamente a través de planos que remiten a Carol y a su toque barthesiano y convertida en luz en la penumbra, en una película, en cualquier caso, modesta y subversiva, sencilla y luminosa.
6. Rojo (Benjamín Naishtat, 2018): Ambientada, estética y moralmente, a las puertas de las Juntas Militares argentinas, este largometraje de ficción es la mejor ilustración cinematográfica y a pie de calle de estas palabras de Nicos Poulantzas, parte de su sobresaliente ensayo Fascismo y dictadura. La III Internacional frente al fascismo:
8. Maya (Mia Hansen-Løve, 2018): La sexta película de la cineasta de origen danés muestra gran fidelidad a sus mejores virtudes, desde su sensible poética hasta su precisión el corte de los planos y en el manejo de las elipsis; en este caso, registra el nacimiento del amor en circunstancias indeseadas y no como una explosión, sino como un ambiguo y problemático renacer repleto de contraindicaciones, tan alejado de la plenitud como próximo a un vaporoso y etéreo accidente, mientras que el peligroso punto de partida (protagonista francés visitando la India en busca de la curación de un trauma) es elegantemente trascendido por la mera fuerza de una delicadeza formal basada en la sutileza.
9. O que arde (Oliver Laxe, 2019): El afortunado giro de Laxe hacia un cine popular consigue cuadrar una difícil ecuación: acercar al público hacia su visión cuasi documental, entre la belleza y la decadencia, del mundo rural gallego sin abandonar su universo de arquetipos míticos que en esta ocasión son encarnados (en el sentido más profundo del término) por dos debutantes tan significantes en sus rostros, sus voces y sus modos como Amador Arias y Benedicta Sánchez.
10. Los miserables (Ladj Ly, 2019): Administrando el malestar con una admirable gradación y sembrando de la trama de pistas falsas hasta su definitiva huida de la complacencia y de la falsa paz social, la (al menos) vigésima película homónima de la novela de Victor Hugo recoge el testigo de La haine (Matthieu Kassovitz, 1995) y de La clase (Laurent Cantet, 2008) para mostrar una radiografía del extrarradio parisino tras que la que camufla, con ecos de Foucault y The Wire, un estudio sobre la fragilidad con que todas las capas de poder asientan su posición sobre un polvorín cultural y de clase en el que cualquier paso en falso puede provocar el definitivo estallido.
Me parece justo mencionar también las películas que, formando parte de lo más destacado del año, se han quedado fuera de esta lista por pequeños matices, que en modo alguno los hacen inferiores a las finalmente seleccionadas: El peral salvaje, de Nuri Bilge Ceylan; Érase una vez... en Hollywood, de Quentin Tarantino; An Elephant Sitting Still, de Hu Bo; La hija de un ladrón, de Belén Funes; Instinto maternal, de Olivier Masset-Depasse; Proxima, de Alice Winocour; La trinchera infinita, de Jon Garaño, José Mari Goenaga y Aitor Arregi; El hotel a orillas del río, de Hong Sang-soo; El joven Ahmed, de Jean-Pierre y Luc Dardenne; Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach y Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego.
En contrapunto, una película que destaco entre las que me han producido un fuerte desagrado, en disonancia con una recepción mayoritariamente positiva y hasta entusiasta, es Joker, de Todd Phillips, en la que solo alcancé a ver una textura convencional de película de superhéroes sin mérito ni fortaleza alguna que la haga sobresalir sobre el grueso de sus pares, aunque con el añadido de un discurso tan nocivamente reaccionario como para mostrar la disidencia antisistémica como simple manifestación de enfermedad mental, y esta última, como simple y disparatado delirio nihilista sin más causa que una burda trama psicoanalítica.
En la categoría de películas no estrenadas, el panorama es muy rico y diverso, y por ello cabe hacer una doble mención. En primer lugar, a pesar de su difícil panorama para un posible estreno en 2020 tras su malhadada incursión por Donostia (en la que fue descabalgada de la competición oficial por un estreno imprevisto), su fracaso de taquilla en Estados Unidos y la compleja situación penal de su director, la importancia de Zeroville, de James Franco, está muy por encima de todas estas coyunturas: es el disparate más certero del año, y una muestra de ambición artística tan desordenada como irreflenable, tan egomaníaca como insoslayable.
Y en segundo lugar, obviando su emisión (que no producción) a través de Netflix, conviene ubicar en lugar sobresaliente al documental brasileño La democracia en peligro, de Petra Costa, en la que el tono abatido y melancólico con el que la cineasta abordaba una abrasadora desgracia familiar en su anterior creación, Elena (2012), se revela ahora como mucho más efectivo al salir del ámbito íntimo y abrir el cuadro hacia el espacio político, componiendo un pesimista pero muy lúcido ensayo sobre el dudoso futuro de la democracia a través de un lirismo de la derrota que remite a la imprescindible No intenso agora y en el que, a través de una severa autocrítica individual y de clase y cabalgando a través de difíciles contradicciones, no deja lugar alguno para la complacencia, ni para la esperanza: es la visión más luminosamente triste de los tiempos más sombríos.
Dicho esto, creo que el balance de los estrenos comerciales de los últimos doce meses, al que me circunscribo, una vez más, por acotar el terreno a una lista de películas accesible y conocida, ha sido lo suficientemente positivo como para haber tenido que barajar hasta 22 títulos, todos ellos dignos de entrar en la lista de diez favoritas, y aunque no haya una triunfadora clara (esto es, ninguna obra maestra que se haya evidenciado durante este 2019, al menos en su primer visionado), la ordenación obedece a unas preferencias que, aunque mínimas, son reales. De los largometrajes, a mi entender, más destacados del año entresaco un espíritu común: su conciencia de fragilidad y su carácter de gritos de auxilio antes que de puñetazos en la mesa, aunque, por el tono predominante en ellas, más convendría hablar de susurros de auxilio, y no de gritos, desde una profunda asimilación de lo que significa el fracaso vital y, en definitiva, la tristeza de existir.
1. Fourteen (Dan Sallitt, 2019): La precisión, la aparente frialdad y la ausencia de ornamentos en la puesta en escena de este cineasta estadounidense, por fin debutante en las carteleras españolas tras haber realizado en 2012 una de las grandes sensaciones de la década, The Unspeakable Act y tras una memorable retrospectiva y visita al festival Filmadrid, alcanzaron un grado mayor de accesibilidad al abrir su foco a una historia de largo recorrido sobre la amistad entre dos jóvenes durante una década. Un episodio de abuso, apenas esbozado, se convierte en el eco lejano que va empujando grandes elipsis de una malograda relación que sufre de la precariedad extrema, material y emocional, y en la que amor no salva, ni la bondad es suficiente, ni la confesión alivia, ni la vida ayuda: y, a pesar de esa aridez, la desarmante autenticidad y la conmovedora intensidad con que afrontan sus caídas convierten a Mara y Jo en las protagonistas de un microcosmos de la miseria emocional de nuestro mundo.
2. La ceniza es el blanco más puro (Jia Zhang-ke, 2018): Fiel a su afán de mostrar las dislocaciones en la sociedad china al compás de su conversión en la gran potencia económica mundial, el director de Más allá de las montañas ha conseguido en su nueva película-río (abarca 17 años) perfeccionar los modos y maneras de esa única gran obra que lleva haciendo, con distintos matices, desde Platform. Sus elementos son un gran poderío visual, un llamativo cromatismo, la utilización de los trenes como símbolos de los cambios de etapa y una poderosa secuencia de violencia como detonante de la abrupta elección vital de una protagonista que llega a la cúspide tras recorrer 7.700 kilómetros, sin por ello dejar de mostrar la futilidad de su triunfo ni su carácter, como el del resto de su generación, de material fungible al servicio del progreso.
3. Ray y Liz (Richard Billingham, 2018): En la línea del más interesante y genuino cine social británico, que tiene poco que ver con Loach y mucho con la trilogía autobiográfica de Bill Douglas y cierto Terence Davies, el fotógrafo y ahora cineasta Billingham es capaz de extraer belleza y multitud de matices de la sordidez, a través de un ritmo moroso, una cuidada fotografía en celuloide y una magistral fijación en detalles cotidianos de, por un lado, una infancia marcada por las penurias y la desatención a la vez de por la curiosidad y delectación en cualquier pequeño rastro de vida y, por el otro, una vejez sórdida y alcoholizada pero satisfecha por el placer de engullir licor a chorro en una vacía habitación.
4. Un hombre como Dios manda (Hadrian Marcu, 2018): Con los mejores elementos de la importante cosecha de cine rumano que lleva despuntando en festivales desde hace una docena de años, este cineasta debutante nos propone a un protagonista en apariencia indolente y flemático, pero con un acentuado sentido de la responsabilidad, que lidia con una concatenación de problemas que ponen en cuestión su misma existencia, cimentada sobre bases extremadamente frágiles. La ambigüedad, la contención y la sensibilidad, sus mejores armas.
5. A la vuelta de la esquina (Thomas Stuber, 2018): Un leve aire kaurismakiano pero con tonos crudos y textura de celuloide sirven para convocar el espíritu de la RDA en un grupo de trabajadores damnificados por su disolución, resistentes a su manera (a través de la ingenuidad, una bonhomía irónica y una marcada mentalidad antiproductivista) aunque frágiles y solitarios, quizá representantes del tipo de trabajador que el régimen del SED les educó para ser a condición de que no llegaran a serlo. En el almacén oscuro en que habitan destaca Sandra Hüller, en una posible continuación del personaje de Toni Erdmann tras la benéfica influencia de aquel inolvidable abrazo con su padre disfrazado, presentada ejemplar y amorosamente a través de planos que remiten a Carol y a su toque barthesiano y convertida en luz en la penumbra, en una película, en cualquier caso, modesta y subversiva, sencilla y luminosa.
6. Rojo (Benjamín Naishtat, 2018): Ambientada, estética y moralmente, a las puertas de las Juntas Militares argentinas, este largometraje de ficción es la mejor ilustración cinematográfica y a pie de calle de estas palabras de Nicos Poulantzas, parte de su sobresaliente ensayo Fascismo y dictadura. La III Internacional frente al fascismo:
Si el fascismo es un fenómeno resistible y evitable, no por ello puede dejarse de descubrir en el proceso un momento a partir del cual éste parece difícilmente reversible. Tal momento no coincide con el acceso mismo del fascismo al poder: hasta tal punto es cierto que este acceso aparece como simple y postrer acto formal, que no ocurre sino cuando las cosas esenciales están ya jugadas y decididas, en una palabra, como una confirmación de una victoria ya obtenida.7. Le Mans'66 (James Mangold, 2019): Pese a tratarse de una película de presupuesto abultado, consigue convocar algunos de los elementos que hacen de la serie B una formidable mina para descubrir el sentido más primigenio del cine y de sus técnicas. En este caso, Mangold usa las carreras de coches para ofrecer una lección de montaje, de ritmo, de música al servicio de la acción y de identificación con un personaje hasta ofrecernos en el tramo final de la penúltima prueba automovilística -las 24 horas de Daytona- la que, en una primera descripción, denominaríamos la mejor secuencia de cine de acción del año; en una segunda y más reposada, habría que quitarle el "de acción". Es también una representación de la aleatoriedad y transitoriedad del éxito, de la tristeza inherente a toda historia de triunfo contada hasta el final (y no solo hasta el triunfo) y de la posibilidad, desde los presupuestos más comerciales, de no adocenar con absurdos caminos de perfección y mostrar la miseria moral detrás de los grandes mitos del capitalismo estadounidense.
8. Maya (Mia Hansen-Løve, 2018): La sexta película de la cineasta de origen danés muestra gran fidelidad a sus mejores virtudes, desde su sensible poética hasta su precisión el corte de los planos y en el manejo de las elipsis; en este caso, registra el nacimiento del amor en circunstancias indeseadas y no como una explosión, sino como un ambiguo y problemático renacer repleto de contraindicaciones, tan alejado de la plenitud como próximo a un vaporoso y etéreo accidente, mientras que el peligroso punto de partida (protagonista francés visitando la India en busca de la curación de un trauma) es elegantemente trascendido por la mera fuerza de una delicadeza formal basada en la sutileza.
9. O que arde (Oliver Laxe, 2019): El afortunado giro de Laxe hacia un cine popular consigue cuadrar una difícil ecuación: acercar al público hacia su visión cuasi documental, entre la belleza y la decadencia, del mundo rural gallego sin abandonar su universo de arquetipos míticos que en esta ocasión son encarnados (en el sentido más profundo del término) por dos debutantes tan significantes en sus rostros, sus voces y sus modos como Amador Arias y Benedicta Sánchez.
10. Los miserables (Ladj Ly, 2019): Administrando el malestar con una admirable gradación y sembrando de la trama de pistas falsas hasta su definitiva huida de la complacencia y de la falsa paz social, la (al menos) vigésima película homónima de la novela de Victor Hugo recoge el testigo de La haine (Matthieu Kassovitz, 1995) y de La clase (Laurent Cantet, 2008) para mostrar una radiografía del extrarradio parisino tras que la que camufla, con ecos de Foucault y The Wire, un estudio sobre la fragilidad con que todas las capas de poder asientan su posición sobre un polvorín cultural y de clase en el que cualquier paso en falso puede provocar el definitivo estallido.
Me parece justo mencionar también las películas que, formando parte de lo más destacado del año, se han quedado fuera de esta lista por pequeños matices, que en modo alguno los hacen inferiores a las finalmente seleccionadas: El peral salvaje, de Nuri Bilge Ceylan; Érase una vez... en Hollywood, de Quentin Tarantino; An Elephant Sitting Still, de Hu Bo; La hija de un ladrón, de Belén Funes; Instinto maternal, de Olivier Masset-Depasse; Proxima, de Alice Winocour; La trinchera infinita, de Jon Garaño, José Mari Goenaga y Aitor Arregi; El hotel a orillas del río, de Hong Sang-soo; El joven Ahmed, de Jean-Pierre y Luc Dardenne; Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach y Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego.
En contrapunto, una película que destaco entre las que me han producido un fuerte desagrado, en disonancia con una recepción mayoritariamente positiva y hasta entusiasta, es Joker, de Todd Phillips, en la que solo alcancé a ver una textura convencional de película de superhéroes sin mérito ni fortaleza alguna que la haga sobresalir sobre el grueso de sus pares, aunque con el añadido de un discurso tan nocivamente reaccionario como para mostrar la disidencia antisistémica como simple manifestación de enfermedad mental, y esta última, como simple y disparatado delirio nihilista sin más causa que una burda trama psicoanalítica.
En la categoría de películas no estrenadas, el panorama es muy rico y diverso, y por ello cabe hacer una doble mención. En primer lugar, a pesar de su difícil panorama para un posible estreno en 2020 tras su malhadada incursión por Donostia (en la que fue descabalgada de la competición oficial por un estreno imprevisto), su fracaso de taquilla en Estados Unidos y la compleja situación penal de su director, la importancia de Zeroville, de James Franco, está muy por encima de todas estas coyunturas: es el disparate más certero del año, y una muestra de ambición artística tan desordenada como irreflenable, tan egomaníaca como insoslayable.
Y en segundo lugar, obviando su emisión (que no producción) a través de Netflix, conviene ubicar en lugar sobresaliente al documental brasileño La democracia en peligro, de Petra Costa, en la que el tono abatido y melancólico con el que la cineasta abordaba una abrasadora desgracia familiar en su anterior creación, Elena (2012), se revela ahora como mucho más efectivo al salir del ámbito íntimo y abrir el cuadro hacia el espacio político, componiendo un pesimista pero muy lúcido ensayo sobre el dudoso futuro de la democracia a través de un lirismo de la derrota que remite a la imprescindible No intenso agora y en el que, a través de una severa autocrítica individual y de clase y cabalgando a través de difíciles contradicciones, no deja lugar alguno para la complacencia, ni para la esperanza: es la visión más luminosamente triste de los tiempos más sombríos.
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