27 de septiembre de 2021

Zinemaldia 2021 (1): Miedo a los espejos



Si de algo ha servido, o parecido servir, vivir en un contexto tan devastador como el del último año y medio es para separar con mayor nitidez que antes lo importante de lo anecdótico. El amor al cine pertenece al primer grupo, el Zinemaldia pertenece al segundo. Como buena parte de los grandes festivales, las razones del surgimiento del Festival de Donostia están ligadas a motivaciones de tipo turístico: en concreto, a alargar un mes la temporada estival. Por más exitosa que haya sido la apuesta desde el punto de vista económico, las intensas lluvias padecidas en esta edición muestran que algún tipo de contraindicación sigue teniendo el querer contradecir, a fuerza de voluntarismo, al calendario. 

Es innegable, por otra parte, que la vivencia inmersiva de cualquier edición del Zinemaldia produce inequívocas satisfacciones: la aparatosidad de su programación, la calidad y el tamaño de sus salas, el descubrimiento de autores desconocidos gracias a algunas secciones de particular audacia en su búsqueda de cines poco consagrados, la gran respuesta del público local y algunos detalles sobresalientes de su organización pueden llegar a crear la sensación de que, en materia de eventos cinematográficos, la presencia en San Sebastián te sitúa en la cima del mundo. Pero las servidumbres que trae consigo el certamen donostiarra no dejan de estar ahí, y se han hecho particularmente evidentes en la presente edición: la primera y más lacerante de todas, la absurda manera de componer la sección oficial, alejada de la que parecía ser un intento de línea definida de las ediciones de 2018 y 2019, ahora hecha con retales de aquí y de allá, con representantes de latitudes con gran potencial cinematográfico que parecen sacados de un aleatorio saco de películas irrelevantes (y aquí llama particularmente la atención la presencia del descuidado thriller chino Fire on the Plain, del debutante Zhang Ji, que contra toda lógica ha saltado de la categoría de Nuevos Directores con un lamentable remedo de Memories of Murder), y no elegidos con el cuidado y la intención que se esperaría de un festival de primera categoría, una de cuyas actividades primordiales (y más elogiables) es el acompañamiento en la génesis de muchos proyectos de película que con el tiempo acaban siendo largometrajes importantes. Ya es tradición la hostilidad con la que se recibe el anuncio del palmarés entre la prensa especializada; sin compartir la indignación que, en esta ocasión, ha vuelto a estallar en cuanto se supo el nombre de la galardonada con la Concha de Oro (la ópera prima rumana Blue Moon, que dirige la también buena actriz Alina Grigore, me pareció una película estimable y con cualidades ciertas), es un hecho que mientras haya una selección de películas a competición llena de socavones existe el riesgo de que sean éstos los que más reluzcan para el siempre subjetivo jurado.

Otra servidumbre que no convendría dejar de citar es la incómoda sensación, al pasear por alguna sección (Perlak, sobre todo), de estar ante una suerte de sucesión de pases de prensa de los estrenos de los próximos meses, en un escaparate en la que el catálogo de ciertas distribuidores (aquí Golem suele ser la mejor representada) se somete al juicio anticipado de la crítica: no existiría, aquí, opción a descubrimiento alguno, sino el "premio", por haber acudido a Donosti como espectador, de anticiparse unas semanas al estreno comercial. Por supuesto, aquí ni hablar de mostrar algún tipo de interacción dialéctica con el mercado de distribución realmente existente: al contrario, lo que se muestra es una servil adaptación al mismo.




Dicho esto, añadamos un problema más, y no menor, sentido con particular fuerza en el particular contexto de la 69ª edición y en los 41 largometrajes y 2 cortos que he alcanzado a poder ver, que ha sido la ignorancia, en estas propuestas cinematográficas, del acontecimiento que ha determinado al mundo durante el último año y medio: no ya como argumento principal (todavía es muy pronto para esperar alguna película significativa con el Covid-19 como tema), sino como marco en el que transcurren. No ha habido, con dos excepciones (Un polvo desafortunado o porno loco, de Radu Jude y Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi, con el probable añadido de Un amor intranquilo, de Joachim Lafosse, que no entró en un calendario ya de por sí agotador), películas que se desarrollen con la pandemia del coronavirus como escenario (la reunión por Zoom en el epílogo de Quién lo impide es demasiado anecdótica como para considerarla en ese aspecto). Que en septiembre de 2021 el Zinemaldia muestre tal miedo a los espejos resulta decepcionante, y nos ofrece una pista del escaso interés del festival, en este momento, por apelar a la sociedad que le da sentido; la principal apelación parece ser, por encima de todo, a sí mismo, y su labor primordial, por encima de todas las demás, la de garantizar su propia existencia desde la inercia. A este respecto, el mencionado Lafosse argumentó en una entrevista: 
Me sorprende que sea algo que no sucede en más películas, es un modo de vincular la historia con el presente. A mí me encanta ver películas de los años 70 y comprobar que en esa época todo el mundo fumaba. Cuando vean mi película dentro de veinte o treinta años, el espectador pensará 'están hablando de 2020'. 

Algo que, en definitiva, no sucederá con quien intente adentrarse dentro de unos años en la historia del festival viendo las películas seleccionadas para su 69ª edición: la sensación será que el Zinemaldia, en sus contenidos, vivió de espaldas al mundo. 



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