29 de septiembre de 2022

Zinemaldia 2022 (2): Las suaves formas del cine social

Es difícil abordar la cuestión de la Sección Oficial del Zinemaldia y la forma en la que fue recompensada en el palmarés sin repetir expresiones dichas y repetidas en ediciones anteriores: que se trata de un conjunto de películas, pese a las apariencias, sin apenas coherencia entre sí (aunque haya que hacer una excepción con el pequeño pero bien escogido conjunto de producciones españolas), pero que a su vez y paradójicamente al cabo de unos días transmiten una funesta sensación de películas casi indistintas; que las decisiones del jurado son tan desconcertantes que tienen como consecuencia involuntaria que la competición a concurso parezca todavía peor de lo que es; que desconcierta todavía más que siempre tengamos una película estadounidense y otra china que parezcan haber entrado como parte de una extraña "cuota de mayorías" (porque si se entiende la presencia de cuotas en un festival de cine es para dar cabida a minorías, y no a producciones países económicamente más poderosos del mundo)... Y, finalmente, el desconcierto definitivo de que la, en mi opinión, mejor película de la sección oficial, Modelo 77, de Alberto Rodríguez, haya sido trasladada a la categoría "fuera de concurso", algo que ya sucedió, por distintos motivos, con las que creo mejores de la edición de 2021, La hija, de Manuel Martín Cuenca, y de 2019, Zeroville, de James Franco. Así las cosas, siguiendo la dinámica histórica de unos jurados que  consideraron en su día que ni Vértigo ni Con la muerte en los talones mereciesen la Concha de Oro (aunque en aquellas ocasiones ningún "fuera de concurso" absurdo o sobrevenido se lo impidiese), esta vez sí les pareció oportuno premiar como "mejor fotografía" la de una docuficción, Pornomelancolía, en la que la mayoría del metraje está ocupado por la filmación de una película porno de bajísimo presupuesto y por scrolleos de la cuenta de Twitter del protagonista; "mejor guion" a A Woman, de Wang Chao, una escasamente talentosa y nada sutil imitación de las películas río que narraban la evolución de China desde la revolución cultural hasta el denguismo, o que los premios de interpretación hayan sido, todos, repartidos a actores de menos de 20 años, y al menos dos de ellos (Paul Kircher y Renata Lerman) muy escasamente dotados para la naturalidad. En medio de todo esto, el vacío para Girasoles silvestres, de Jaime Rosales, Walk Up de Hong Sang-soo, The Wonder de Sebastián Lelio o Suro de Mikel Gurrea que, sin ser obras sobresalientes, sin duda destacaban sobre las realmente galardonadas, con la única excepción de la japonesa A Hundred Flowers, del novelista y debutante en la realización cinematográfica Genki Kawamura, y que se llevó precisamente el premio a la dirección. 

Sobre la ganadora de la Concha de Oro, la colombiana Los reyes del mundo, dirigida por Laura Mora y producida por Cristina Gallego (elemento este último que no parece en absoluto baladí), conviene dejar claro que no se trata de una mala película; tampoco es exactamente un largometraje previsible ni previsiblemente anclado a unas formas suaves del cine social, esto es: en los que se resuelva una situación injusta mediante un tratamiento que no ponga en cuestión los pilares del orden social ni suponga forzar los límites del comportamiento previsible por parte de los personajes, especialmente por parte de aquellos que no sufren la situación injusta sino que intentan paliarla desde fuera. Una estética ésta que se convirtió en marca de agua de esta edición del festival, junto a las interminables cortinillas (hasta siete en algunas secciones) y la sensación de que nada empezaba con puntualidad (hasta diez minutos de retraso en alguna ocasión). Aunque seguramente Los reyes del mundo sea insertada y leída como parte de dicha estética; su ambigüedad y su, en el fondo, falta de atrevimiento para deslindarse más de las formas dominantes se lo permiten, y en eso quizá se cifre el motivo de que tras su primera proyección empezara a sonar su nombre para el máximo galardón (otra marca de agua del festival: inevitablemente, el nombre de la ganadora se filtra con antelación -a veces de horas, a veces de más de un día- sobre el anuncio oficial; inevitablemente, la filtración es cierta). Lo más interesante que ofreció esta coproducción mayoritariamente colombiana fue su progresiva apuesta por el cine de fantasmas, con ciertas influencias del cine fantástico japonés y del primer Shyamalan por un lado y de un muy destilado realismo mágico por el otro, en el que tras un arranque anclado en el realismo puro y duro de un Medellín caótico y marginal el cambio de ambiente va propiciando un adueñamiento progresivo de la trama por parte de la naturaleza. Por el medio podemos ver algunas consecuencias del proceso de paz colombiano (la ley de restitución de tierras es clave en la trama y el devenir de los protagonistas; la imposibilidad de cumplirla en un contexto de hipercapitalismo caciquil y violento, también) y una nada cínica exaltación de la amistad fraternal masculina, elementos que terminan por proteger a los protagonistas, y a la película, de un olvido instantáneo. 



En cuanto al segundo premio en importancia, el Especial del Jurado, recayó en la representante estadounidense, Runner, primer largometraje de Marian Mathias, de trama rural y mínima (un entierro que se atrasa de forma indefinida en una pequeña localidad de Illinois, ante el inicial estupor y el posterior acomodamiento de la hija del fallecido, de visita única y exclusivamente para el funeral), formas ascéticas y deprimentes y un cromatismo aplastado por tonos oscuros, quizá con ciertas conexiones con una metafórica y vaciada novela de un autor como Juan Carlos Onetti, a lo que no me es posible ver demasiado alcance fuera de las cuatro paredes de las salas de este festival, y a la que un mayor atrevimiento y un menor ensimismamiento, amén de una nacionalidad menos poderosa, hubieran enviado de cabeza (y de vacío) a la sección New Directors, sobre la que en absoluto destacó para merecer un concurso tan temprano en la competición a concurso, y mucho menos para un galardón así. 



Algo que sí creo mereció la "medalla de bronce" del palmarés, la japonesa A Hundred Flowers, también dirigida por un debutante en el largometraje, el escritor Genki Kawamura, al que se concedió la Concha de Plata a la Mejor Dirección y que abordó de manera formalmente convincente, con tono sensible y apesadumbrado, la enfermedad de Alzheimer. El relato se fragmenta siguiendo por un lado la memoria de la protagonista y por el otro la de su hijo; para el primer caso, nos ofrece unos planos secuencia de acciones repetidas (el primero, con el arranca la película, en su casa, con un piano y una flor como elementos principales; el segundo en un supermercado con una inquietante y saturada iluminación blanca, unos huevos y unos niños corriendo que se repiten como síntoma de una dislocación en lo percibido apenas unos segundos antes) que nos sitúan en el universo de una falta de conciencia sobre la lógica de las acciones propias y sobre el olvido de lo inmediato. Sucesivos flashbacks nos muestran unos lejanos ecos de Fresas salvajes de Bergman (con el pasado visto siempre con un aroma de amargura y fracaso vital, y la transmisión de una idea de la maternidad interesante y desapegada, pero a su vez marcada por la culpa), más que de The Father, de Florian Zeller, con la que inevitablemente se la comparará y a la que deja muy atrás. 



Entre las demás, destacaron (para mal) la pérdida de rumbo absoluta de Christophe Honoré en Le lycéen, premiada además con un galardón tan incomprensible como inane (porque al mal actor Paul Kircher este premio de interpretación no le garantiza más que una sala de prensa enterándose de su pésimo nivel de inglés); las lamentables formas ultraconservadoras para mostrar una historia tradicional de familia tradicional que a base de dulces y banderas danesas superan una pérdida que se nos acaba por mostrar como asumible en Resten af livet, de Frelle Petersen; y los excesos esteticistas al evocar un desagradable mundo de condiciones de trabajo decimonónicas de Great Yarmouth, de Marco Martins, que a pesar de la plasticidad que consigue a la hora de mostrarnos su repugnancia por lo que filma y de su dominio de la fotografía, termina por estropear toda su propuesta por la inadecuación absoluta entre fondo y forma, en una narración en la que no hay además ni un ápice de ironía: se trata, como dicen al principio, de mostrar sangre y mierda.



Dicho esto, el agotamiento y el tedio que han traído como principal consecuencia la inmersión en esta pobre y monótona edición del Zinemaldia han impedido hasta aquí hablar de algunas otras películas que han transmitido sensaciones un tanto más positivas. En cuanto desaparezcan los primeros, las segundas volverán a brillar. 

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