Si hay una película que desde hace décadas ha sido asociada sistemáticamente a la Navidad, ésa es sin duda ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, y los mejores blogs de cine lo recuerdan estos días. Puede parecer que utilizar determinadas épocas del año para magnificar obras que de otro modo carecerían de valor es una pésima idea, pero éste no es el caso de ¡Qué bello es vivir!, que es por encima de todo una gran película, sin duda la mejor de su director.
Realizado en 1946, el filme protagonizado por James Stewart y Donna Reed fue en su día un fracaso de taquilla –provocó el cierre de la productora Liberty Films-, un fracaso en cuanto a premios y la percepción inicial del público estuvo muy alejada de la celebración dickensiana de la Navidad que hoy parece llevar como letrero luminoso.
En realidad, fue la desidia de la productora original en renovar los derechos del filme en 1974 lo que propició que pasase a ser de dominio público, circunstancia que fue aprovechada con pertinacia por los programadores televisivos que convirtieron a ¡Qué bello es vivir! en el clásico navideño que es hoy, en una celebración de la vida y de la familia cristiana por encima de pequeños detalles sin importancia, como la pobreza, la infelicidad o el fracaso.
Es una demostración de que la televisión puede coger una película, manosearla como plastilina durante décadas y convertirla en algo que no es.
Realizado en 1946, el filme protagonizado por James Stewart y Donna Reed fue en su día un fracaso de taquilla –provocó el cierre de la productora Liberty Films-, un fracaso en cuanto a premios y la percepción inicial del público estuvo muy alejada de la celebración dickensiana de la Navidad que hoy parece llevar como letrero luminoso.
En realidad, fue la desidia de la productora original en renovar los derechos del filme en 1974 lo que propició que pasase a ser de dominio público, circunstancia que fue aprovechada con pertinacia por los programadores televisivos que convirtieron a ¡Qué bello es vivir! en el clásico navideño que es hoy, en una celebración de la vida y de la familia cristiana por encima de pequeños detalles sin importancia, como la pobreza, la infelicidad o el fracaso.
Es una demostración de que la televisión puede coger una película, manosearla como plastilina durante décadas y convertirla en algo que no es.
Porque ¡Qué bello es vivir!, a mi modesto entender, no es ni una película navideña, ni optimista, ni vitalista. Al contrario: es una historia muy triste. La historia de un hombre casado y con hijos que ha fracasado por completo y que, al borde de la quiebra y de la cárcel, decide suicidarse para que su familia pueda cobrar su seguro de vida. El fracaso del protagonista, al contrario de lo que era frecuente en el cine estadounidense de su época, no se debe ni a turbias conspiraciones, ni a la presencia de una mujer fatal que vampiriza las buenas intenciones iniciales, ni a una desmedida ambición capaz de llevarse vidas por delante. No hay ningún “pecado” que justifique, de acuerdo con la moral de la época, que a James Stewart le haya salido todo mal, que todos sus esfuerzos por viajar, salir de su triste y endogámico pueblo natal y convertirse en algo más que en el gestor de un ruinoso negocio heredado y condenado a la quiebra se estrellen una y otra vez contra la realidad.
Un caso sospechosamente parecido a tantos que suceden en la vida real.
Sin embargo, Frank Capra, como es habitual en él, después de mostrar las miserias de la vida de un ciudadano estadounidense derrotado por el sistema, adopta la actitud del niño que después de decir una verdad hiriente se asusta ante la reacción de los demás, se tapa los ojos y repite una y otra vez: “Era broma, era broma”. Por supuesto, era broma. Los pájaros cantan, las campanas repican y la nieve cae sobre nuestros hombros. Los últimos minutos de ¡Qué bello es vivir! son tan sospechosamente inverosímiles como los de El último de Murnau.
Por suerte, la fuerza del buen cine resiste incluso a finales como éste. ¡Qué bello es vivir! merece ser recordada y vista de nuevo por muchos motivos: el principal, para recordar que los mitos navideños pueden hacer daño a una gran película, pero nada puede hacer daño a los ojos puros del espectador dispuesto a ver sin pestañear una historia gélida y sentir el frío que desprende.
Un caso sospechosamente parecido a tantos que suceden en la vida real.
Sin embargo, Frank Capra, como es habitual en él, después de mostrar las miserias de la vida de un ciudadano estadounidense derrotado por el sistema, adopta la actitud del niño que después de decir una verdad hiriente se asusta ante la reacción de los demás, se tapa los ojos y repite una y otra vez: “Era broma, era broma”. Por supuesto, era broma. Los pájaros cantan, las campanas repican y la nieve cae sobre nuestros hombros. Los últimos minutos de ¡Qué bello es vivir! son tan sospechosamente inverosímiles como los de El último de Murnau.
Por suerte, la fuerza del buen cine resiste incluso a finales como éste. ¡Qué bello es vivir! merece ser recordada y vista de nuevo por muchos motivos: el principal, para recordar que los mitos navideños pueden hacer daño a una gran película, pero nada puede hacer daño a los ojos puros del espectador dispuesto a ver sin pestañear una historia gélida y sentir el frío que desprende.
3 comentarios:
A mí me parece que hay dos conceptos enfrentados: la mala suerte (que juega al margen de méritos o deméritos) y Dios (que da a cada uno lo suyo). El final me produjo una enorme extrañeza, porque, tras ver como es la mala suerte la clave de la deriva del protagonista, nos encontramos con que se revierte poéticamente al final. En la vida real, esto es bastante infrecuente, pero supongo que es la base con que muchos creyentes interpretan las desgracias de la vida.
Totalmente de acuerdo con el análisis, Perzival. El final, con su paradoja, es como un gran chiste que hace todo aún más trágico...
A ver si hacemos fuerza y algún día se deja de considerar esta película la típica ñoñería navideña...
Ah, y gracias por el enlace y el elogio :)
Un saludo!
El enlace y el elogio son de justicia; al menos, desde que descubrí "El dormitorio de Maud" y "Otros Clásicos" de Budokan tengo la buena sensación de que el amor al cine ocupa cada vez una porción mayor de la red.
Salud, Daniel y bienhallado, Argurdión.
Publicar un comentario