Imaginémonos una película que empieza con el primer plano de un brazo. No hay sonido: sólo un silencio muy incómodo. Parece un brazo sano, de una persona joven. De repente, un poderoso cuchillo se acerca a ese brazo y empieza a rebanar filetes. Filetes de brazo. El silencio se torna insoportable. El cuchillo y quien lo empuña, impasibles, rebanan y rebanan hasta que llegan al hueso. Viendo Magical Girl, de Carlos Vermut, podemos tener una sensación parecida a la que nos producirían esos filetes de brazo, con la diferencia de que no vemos ningún filete de carne humana; tal vez sí algún cuchillo, pero de escorzo. En todo caso, los sentimos y los notamos: están muy presentes y no como amenazas, sino como realidades.
Pensemos ahora en una imagen de la lucha de clases en su versión más furiosa, espontánea y desorganizada: como, por poner un ejemplo cinematográfico, la rebelión de los barrios pobres contra el reclutamiento obligatorio en Gangs of New York, de Martin Scorsese, y sus crudas derivadas: ejércitos de insurgentes avanzan hacia las zonas ricas, asaltan las casas, rompen puertas y ventanas, incendian edificios, se hacen con armas y las usan a discreción.
Trasladémonos ahora a la época actual y pensemos en un equivalente: un equivalente muy distinto, eso sí. Nos encontraríamos con un pobre, pero aislado, sin amigos y sin posibilidad alguna de formar parte ni de identificarse con un movimiento social o con una lucha colectiva. Un profesor en paro, hasta hace poco miembro de la clase media, en acelerado proceso de proletarización. Su única compañía: una hija pequeña, enferma de leucemia. Sus únicos contactos: los camareros de los bares a los que acude, de mañana, desde que está sin trabajo. Su mentalidad: la consumista, propia y típica de la clase media, que le hace tener la ilusión de que la mejor forma de luchar contra la gravísima enfermedad de su hija es comprarle un regalo escandalosamente caro. Su forma de conocer los más recónditos deseos de ella: no mediante una conversación cara a cara o mediante una inexistente complicidad entre padre e hija. No. Lo consigue espiando el diario de ella, al modo de quien, para conocer los gustos de la persona a la que quiere y con el fin de abreviar el "trabajo" que le llevaría conocerla, escudriña de arriba abajo su perfil de Facebook.
Pensemos ahora en el estrato social opuesto: una mujer de clase alta. No trabaja: vive encerrada en una gran casa, con las esporádica compañía de su marido, un psiquiatra de prestigio. Además de su marido, es su médico. Sobre todo, es su médico. Su relación tiene muy poco que ver con una pareja de enamorados: él la trata como una niña, y ella, por veces, se comporta como tal. Viste como una presa. En un instante de soledad, y al modo de Shirley MacLaine en El apartamento y de Aura Garrido en Stockholm, un espejo roto nos muestra la medida de su desamparo. Se pasa el día viendo la televisión. Y arrastra un pasado de una brutalidad sin paliativos.
En un momento dado, esos dos mundos se tocan. En una transparente metáfora, ella empieza vomitando sobre él (literalmente). Pero ese contacto, a la manera de Los canallas de Claire Denis, se torna sexual. Y a raíz de ese encuentro, el hombre pobre hace suya la discutible máxima que preside toda la trama y que verbaliza una camarera en los primeros minutos:
El problema de este país es que es tan corrupto el banquero como el currito.
Atravesada por esa visión de la corrupción y la indecencia como transversales a todos los estratos sociales y por una cierta idea de España (hecha explícita también a través de un parlamento sobre el toreo pronunciado por el peculiar sátiro sádico que responde al nombre de Oliver Zoco) como punto de encuentro entre la pasión y la razón, la película acaba componiendo un relato atroz de los atroces tiempos actuales. Con un magnífico uso de la elipsis (que nos remite, de nuevo, a la imprescindible Los canallas), coronado con un lento, majestuoso y terrible fundido a negro ante una cámara de los horrores que responde al nombre de Puerta del Lagarto Negro; con unas rupturas de plano que recuerdan en su sequedad a Jean-Pierre Melville; con un cavernoso José Sacristán que en la primera secuencia ve cómo un simple juego de manos desbarata su amor por la exactitud y las matemáticas, Magical Girl supone un espectacular salto adelante en la carrera de Carlos Vermut, que consigue pulir todos los excesos de su primer largometraje, Diamond Flash y, sin abandonar sus obsesiones (como la presencia del anime japonés y de un cierto folclorismo, introducidos en sus justas dosis), es capaz de construir una precisa bomba de relojería que nos interpela, nos arrastra y nos sienta como una dura patada en el estómago. Si el cine español no ha sido rápido a la hora de abordar la Crisis con la dureza, la originalidad y la exigencia que la situación merecía, bienvenida sea esa tardanza si da lugar a obras como esta merecida Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.
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