12 de noviembre de 2015

Buñuel, Stalin y los manifiestos dadá

Hace no demasiado tiempo, sostuve una breve discusión por Twitter acerca del stalinismo: de quiénes, cuándo y por qué habían defendido la derivación más déspota del comunismo, y de qué forma se los podría juzgar en la actualidad. La conclusión que saqué del breve intercambio es que el stalinismo, con más intensidad que el comunismo en general, es considerado hoy una especie de alucinación demoníaca, y sus seguidores, personas de mentalidad totalitaria que merecen una rotunda condena política, en el caso de que nos tomemos en serio sus posiciones al respecto; en el que no, una especie de infantiles y despistados personajes, totalmente iletrados en lo que respecta a las materias de la ciencia política.



Hay razones para pensar así, pero el problema es cuando descendemos a los nombres concretos a los que podemos imputar esta acusación: no fueron tan pocos, ni tan irrelevantes, ni los motivos por los que se adhirieron, en algunos casos de forma acrítica, a la causa stalinista hasta en sus aspectos más sombríos (incluyendo los procesos de Moscú de 1936 y 1938, el pacto nazi-soviético, las purgas posteriores a la II Guerra Mundial en los países sovietizados de Europa del Este) pueden reducirse a una misteriosa alucinación, o a alguna incomprensible inclinación a la maldad. Pensemos en Bertolt Brecht y en Dashiell Hammett: sobre el primero, se han vertido ríos de tinta y hay quienes le reprochan, en sus últimos años, su carácter de “autor oficial” en la República Democrática Alemana. Lo que, en otras palabras, vendría a significar: su stalinismo le produjo beneficiosos réditos. Pero no fue así cuando se exilió en Hollywood: su militancia le ocasionó la expulsión de la industria del cine y de Estados Unidos, cuando su situación vital no era exactamente privilegiada, como la de casi ningún comunista alemán de la época. Y sobre Dashiell Hammett se podrán decir muchas cosas, pero desde luego no que se adhiriese al stalinismo por beneficio personal: su militancia lo condujo a la cárcel y arruinó su carrera.


Max Aub, en su libro Luis Buñuel, novela se esfuerza en responder a esta cuestión, y lo hace centrándose en una figura habitualmente no asociada al stalinismo, la del realizador aragonés que da título a la obra. Las respuestas que da Buñuel a algunas de las preguntas que le hace el autor del ciclo novelístico El laberinto mágico dejan poco lugar a dudas, y conviene recordar que el libro empezó a escribirse en 1967 -quedando interrumpido por la muerte de Aub en 1972-, es decir, once años después del XX Congreso del PCUS en el que se denunció el “culto a la personalidad” de Stalin, con lo cual no se puede achacar a Buñue ignorancia o desconocimiento de a qué clase de figura y movimiento políticos estaba ofreciendo su apoyo. Sus palabras no pueden ser más inequívocas:

Yo soy partidario de las dictaduras. Digan lo que digan, como el hombre es malo –dejando aparte que pueda tener, de cuando en cuando, arranques muy estimables-, me parece que la dictadura es la única manera de poder gobernar. Por eso fui stalinista y sigo siéndolo, para gran escándalo de todos mis amigos comunistas. El año pasado, en París, en casa de Carriére, llegaron a echarme a la calle. Claro que volví enseguida. Yo creo que Stalin no tenía más remedio que haber gobernado como lo hizo, cayera quien cayera, porque tenía que defenderse de mil trampas y emboscadas y traiciones.
Buñuel extiende su apoyo a la invasión soviética de Checoslovaquia, en 1968, que causó el apartamiento de buena parte de los partidos comunistas occidentales del apoyo incondicional a la URSS y el repudio de la doctrina, formulada por Leonid Brezhnev, de la “soberanía limitada” de los países satélites de Europa del Este. La interesante explicación de Max Aub a esta sorprendente inclinación de Buñuel hacia el apoyo acrítico del sistema soviético, a pesar de sus iniciales y probadas simpatías hacia el anarquismo (no hay que olvidar que fue Ramón Acín, dirigente de la CNT, el que financió el rodaje de Las Hurdes), consiste en trazar una línea evolutiva, todo lo incoherente que se quiera pero tal vez acertada a la luz de la evolución ideológica de muchos intelectuales a lo largo del siglo XX, y que empezaría en el dadaísmo y la acracia, seguiría por el surrealismo y el comunismo y desembocaría en el stalinismo.



El punto de partida de esta línea, los Manifiestos Dadá, surgiría fruto del desconcierto y el derrumbamiento de los valores dominantes por el sinsentido de la I Guerra Mundial, y como parte del proceso intelectuales de procedencia burguesa se inclinarían por una protesta radical, desde la amoralidad, ante la sociedad de su tiempo, sin principios, sin modelos a los que adherirse y sin más fin que la destrucción de lo establecido. La evolución de este movimiento llevaría a los primeros pasos del surrealismo, fruto del fin de la misma guerra y, como dice Max Aub,

La revolución bolchevique de 1917 será uno de los acontecimientos que tendrá una gran influencia sobre su curso, desarrollo y desmembración.

Aquí se sitúa Buñuel, como parte del grupo de intelectuales que proceden de la rebelión del “todo es nada, nada es todo” y ven la revolución rusa y el comunismo como el nuevo proyecto político al que adherirse, la ilusión de un mundo revolucionario con el que derrumbar el estado de cosas existente. La posterior evolución de la URSS hacia el stalinismo es el que provocará esa “desmembración” de la que habla Aub y el fundador y principal ideólogo del Grupo Surrealista, André Bréton, se inclinará abiertamiente por el defenestrado León Trotsky, llegando a escribir un ensayo con él y Diego Rivera, “Por un arte revolucionario e independiente”, durante el exilio en México de creador del Ejército Rojo. Por su parte, Buñuel, en compañía de algunos otros ex dadaístas (como Louis Aragon) se adherirá de forma definitiva al stalinismo, a pesar de la paradoja que supondrá que su cine nunca será compatible con la pétrea defensa de los postulados del realismo socialista, que exigirá la intelectualidad más sumisa a la URSS durante décadas. En ese sentido, las palabras de Aub nos sitúan ante lo inexplicable:

                           

Hay un caso –que se debe discutir-, y es el entusiasmo de los comunistas occidentales, encabezados por George Sadoul –el que más sabía de cine- por la obra de Luis Buñuel. Es un misterio. Léanse todas sus críticas que en el elogio coinciden con los escritores, pongamos a Elizondo por muestra: nada tienen que ver con el realismo. ¿Cómo podía encontrar Sadoul idéntico entusiasmo por la mayoría de las películas soviéticas que por las de Buñuel? ¿Por amistad? No llegan a tanto los comunistas. ¿Por su respeto del hombre? Tal vez. Por su anticlericalismo, quizá. Pero el hecho es que Buñuel, rodeado casi siempre de comunistas o simpatizantes, ha realizado una obra, si bien totalmente antiburguesa, también totalmente ignorante de la política comunista. Ninguna película de Buñuel ha sido proyectada en países socialistas, ninguna premiada en ellos. Curiosa paradoja.
En cualquier caso, su destacada actuación, fiel a las instrucciones de la embajada soviética, durante la Guerra Civil española, su apoyo sin fisuras a la invasión de Hungría (1956) y la de Checoslovaquia (1968) y sus mismas palabras, de una contundencia sin matices:
No soy demócrata. Fui stalinista hasta su muerte. 
 con el añadido de las de Max Aub:
Le debe tanto al surrealismo como al comunismo. 
nos sitúan, seguramente, en una evolución, no tan extraña ni tan inexplicable, desde los ideales etéreos y en cierto modo incorruptibles de la rebelión ante lo establecido hasta el realismo político en un mundo de guerra fría y bloques políticos mortalmente enemistados; en un cambio desde la ideología revolucionaria hasta la realpolitik más despiadada. O, lo que es lo mismo, desde el escándalo mayúsculo de La edad de oro hasta el rigor teológico de La Vía Láctea, desde la juventud rebelde hasta la madurez militarizada, del brillo de lo teórico a la miseria de la práctica, del inconformismo radical al conformismo con el lugar al que políticamente se entregó.

1 comentario:

Robert dijo...



Con esto no quiero justificar a Stalin, pero no tengo dudas de que no es el monstruo come niños del que habla la propaganda y periodismo de postguerra. ¿Cometió excesos? sí y muchos ¿mató gente? por supuesto, en una época de dificultades y miseria donde le toco las riendas de un país literalmente creado a partir del feudalismo zarista y la nada. Resistir invasiones y saboteos de las maquinarias imperialistas mas poderosas del planeta. No es moco de pavo.