27 de octubre de 2018

Zinemaldia 2018 (8): Promesas del Este

Además de ser el título de un largometraje de David Cronenberg, Promesas del Este fue el nombre de una retrospectiva se programó en la edición número 62 del Zinemaldia y que se ofrecía como un retrato de Europa del Este en 50 películas, todas ellas posteriores a la caída del bloque soviético. Desde la edición pasada, el Festival de Donostia ya no ofrece este tipo de ciclos (denominadas temáticos, para diferenciarlos de las retrospectivas clásicas, que ahí siguen, este año con Muriel Box como protagonista), decisión que cabe lamentar pero también comprender: en un festival de este tamaño, seguir una serie de películas de estas características condenaba a ignorar el resto de la programación y ver dos o tres obras sueltas (como siempre intenté hacer) no permitía valorar el esfuerzo de la retrospectiva completa, ni tampoco hacerse una idea más que muy lejana de las posibles conclusiones a las que un conjunto de películas así permite llegar. Y, a diferencia de las retrospectivas clásicas (cuya llegada en el mes de octubre a la Filmoteca Española ya es tradición), éstas nacían y morían con el festival, sin ningún recorrido posterior, con lo que el trabajo de programación que suponían era difícil de valorar.

Con todo, la huella del mencionado ciclo se ha ido dejando ver en posteriores ediciones del Zinemaldia, y esta edición no ha sido una excepción: dos notables películas de Europa del Este refulgieron entre las más destacadas del festival, a pesar de estar programadas en una sección no de primera línea como Nuevos Directores, y las dos se caracterizaron por una sólida ubicación, no solo geográfica sino también estética, en las coordenadas del cine reciente más destacado de sus respectivas filmografías nacionales.

La primera de ellas es la rumana, ya con título español, Un hombre como Dios manda del debutante Hadrian Marcu, cuyo comienzo marca una declaración de intenciones de la que el cineasta no se apartará: cámara nerviosa, caracterizada por un temblor leve (o, dicho de otra forma, casi un plano fijo pero inestable), un bosque como cuadro y el protagonista, Petru (el mismo Bogdan Dumitrache que ganó el premio al Mejor Actor en la pasada edición por Pororoca), apareciendo en el plano y caminando lentamente. A partir de ahí, unas formas conocidas en el cine de aquellas latitudes: diálogos casuales, nada de música, fotografía naturalista y planos largos siguiendo a los personajes, privilegiando los encuadres laterales o desde atrás. Siendo todas éstas marcas representativas del cine hecho en Rumanía en los últimos años, algunas de sus localizaciones más recurrentes (el interior de un coche filmado desde los asientos de atrás, con la mirada del protagonista captada a través del retrovisor, o el pasillo de una casa) la relacionan sobre todo con Sieranevada, de Cristi Puiu. Asimismo, la flema de la que hace gala Petru, a pesar de la conflictiva situación que lo atrapa, compone el reverso de los personajes protagonistas de la mencionada Pororoca o de Un piso más abajo (Radu Muntean, 2015): jamás pierde los nervios ni elude sus responsabilidades (su segunda aparición es un largo diálogo con un clérigo, en el que negocia la fecha de un matrimonio obligado por un embarazo), y es el recurso al tabaco el que marca los límites hasta donde puede llegar su, por veces apático, por veces sereno carácter.

En este sentido, una secuencia clave es aquella en la que, hablando con su prometida Laura y tras una delicada discusión, le espeta con calma: 
No tiene sentido discutir si uno está furioso.
En ese momento, el rellano desde que él habla se queda a oscuras y después de un instante de silencio, la luz se vuelve a encender solo en el momento el que Laura le cierra la puerta. Su metafórica iluminación aparece, pues, cuando la reacción de su compañera es adversa y, por lo tanto, no depende de aprobaciones externas, sino de un particular y personal sentido del deber, discutible pero en cualquier caso sólido. En consonancia con su protagonista, el realizador no elude las consecuencias más desagradables de la trama y no duda en enfocar una pierna amputada, ni a otro herido con idéntica mutilación aprendiendo a caminar de nuevo por el pasillo de un hospital, pero lo hace con la misma flema, elegancia y ausencia de tremendismo que Bogdan Dumitrache le insufla a Petru.

Expresiones fatalistas como "la vida es así, jefe" o "la vida no te da ninguna tregua" van acompañando el duro trance que viven los protagonistas, cuyos mejores momentos (las conseguidas secuencias de intimidad entre Petru y Laura) se ven ensombrecidos por una inquietante intuición de disonancia y una sutil ausencia de entusiasmo, acentuadas por la ambigua relación que une al protagonista con la accidentada Sonia, ante la que no sabemos a qué atenernos hasta el último tramo. El ritmo demorado, la ejemplar construcción del personaje principal  y un maestro manejo de las elipsis van agrandando las cualidades de Un hombre como Dios manda hasta su memorable plano final, largo, dilatado, hermoso y lleno de interrogantes.

Por otra parte, desde Rusia llegó Core of the World, dirigida por Nataliya Meshchaninova, también coguionista junto a Boris Khlebnikov. Compartiendo un aire de familia con la notable película de 2017 Arrhythmia (igualmente con guion de ambos pero dirección de Khlebnikov), nos presenta a un protagonista, Egor, al que podríamos asimilar como posible representante de la Rusia actual: de 30 años, encerrado en un mundo rural en el que se siente aislado, frustrado, pobre y en los márgenes de la ley, con un medio de vida dudoso, escaso futuro, problemas emocionales graves, una madre odiada, al borde del estallido de ira y acostumbrado a convivir con un alcoholismo cotidiano, que todo lo impregna.


Resulta llamativo que la casi íntima relación con los animales de Egor choque frontalmente con la actividad de un grupo de animalistas radicales (aquí denominados "verdes"), que son vistos por el protagonista y su entorno de manera semejante a la que el poder ruso contempla a los activistas de la oposición: como un elemento foráneo y delictivo, que llega a usar drones para espiar (al modo de la CIA) y, por otra parte y de manera un tanto menos conspirativa, como un grupo desubicado y ausente de los problemas inmediatos de quienes realmente componen el núcleo del pueblo ruso. 

Por otra parte, el innegociable aborrecimiento del protagonista hacia su madre, nunca visualizada, es un posible trasunto del desprecio hacia el país, tantas veces simbolizado por la figura materna y que tras diversos bandazos transita ambiguo y misterioso entre la comunidad internacional en medio de nebulosas teorías sobre los excesos de su espionaje y su relación con el auge de la ultraderecha, mientras el desánimo y la corrupción campan a sus anchas en una política interna cuyo reflejo cinematográfico no puede ser más desolador.

Las secuencias nocturnas tienen particular brillantez y son esenciales para añadir un toque ambivalente a la tragedia que parecía mascarse en su tramo final, resuelto de una manera desenfadada que consigue restarle a Core of the World el tono tremendista aunque sin opacar la dureza de un cuadro general pesimista y desesperanzado en el fondo pero capaz de transmitir un apego a la vida y una suavidad en el trazo que marcan las diferencias, para bien, con cierto cine europeo inclinado hacia el sadismo. 

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