13 de mayo de 2016

El cielo está lejos


Una de las características de nuestra época, tanto en el campo de la información cinematográfica como el de la información en general (y que se extiende, me temo, a las expectativas vitales de la mayoría de la sociedad) es la poca importancia que se presta al pasado y al mismo presente, y la trascendencia que adquieren las expectativas de futuro. Por hablar en el terreno de lo concreto: hoy parece más importante y crea ansiedad generalizada conocer qué películas competirán en la próxima edición de un festival, pero no crea excesivo interés saber cuáles han sido las ganadoras más relevantes en cualquier época, qué secciones oficiales y qué jurados existían en un año determinado o qué movimientos cinematográficos se vieron históricamente reivindicados a través de la política de premios del festival. De este modo, el presente no es un lugar en el que estar y sea susceptible de analizar críticamente, sino un punto de transitoriedad del cual hay que escapar con rapidez para llegar a un indeterminado horizonte.


Escribo sobre "nuestra época", pero tal vez haya sido siempre así. En una entrevista reciente, el escritor estadounidense Noah Cicero hacía esta reflexión: 
La gente está aterrorizada con la realidad porque la realidad no es nada. Es silencio, es vacío. No hay nada ahí. El pasado es una nebulosa y el futuro aún no ocurrió. El 'ahora' asusta a las personas, porque no significa nada y a la vez significa todo. Si lo puedes aceptar es hermoso, pero para la mayoría el silencio es abrumador y no lo pueden soportar. 
En estas circunstancias, el que una película como Carol siga dando que hablar tres meses después de su estreno es una rareza impropia de nuestro tiempo: los méritos que atesora han sido capaces de superar la indiferencia generalizada que con que se despacha a cualquier película relevante una vez completado su ciclo en las carteleras. Parece, pues, que con su llegada a las salas hayan envejecido súbitamente todos los estrenos de 2015 (y con razón: es mejor que cualquiera de ellos) y que el listón para las obras más esperadas de este año se haya elevado de una forma que parece que la tendencia a la ansiedad se haya calmado (hasta donde semejante cosa sea posible). Y, por otra parte, el que en la desmemoriada crítica de cine actual alguien haya recordado a Douglas Sirk (Javier Ocaña en El País) parece que solamente puede suceder con una obra que sea capaz de medirse con las grandes de todas las épocas.

Dicho esto, y como sobre Carol ya se ha escrito mucho (yo también contribuí al ruido con una crítica a propósito de su estreno), no pretendo, pues, hacer una aportación novedosa ni especialmente valiosa sobre la gran película de Todd Haynes, sino detenerme en una de las secuencias que han seguido creciendo y apareciéndose en mi memoria cinematográfica desde el primer visionado, como una pequeña muestra de la maestría que atesora. Situémonos en contexto: Therese (Rooney Mara) acaba de visitar por primera vez la casa de Carol y, tras la aparición del marido de la segunda, ha tenido que marcharse de forma abrupta: con pocas contemplaciones, el personaje de Cate Blanchett la ha conminado a ello, haciéndola sentirse como un elemento extraño. Una expulsión del paraíso, pues, dándole a entender de forma sutil que no tiene derecho a desempeñar ningún papel relevante en él. Después de tan breve escarceo en el mundo de Carol, Therese no tiene otra opción que regresar a su vida anterior: todo vuelve por donde solía, a su vacío mundo habitual; las opciones de salir de la grisura que su nueva amiga parecía concederle se difuminan de un plumazo. En la secuencia, que puede verse aquí, Therese se sube a un asiento vacío, con agilidad, sin haber asimilado todavía lo sucedido, pero nada más sentarse, después de un trayecto que intuimos ha sido rápido para no perder el último tren, su respiración se acelera lentamente y sus ojos se empiezan a humedecer, mientras pasan los demás pasajeros, ajenos a su drama. Tan ajenos, que Therese es consciente de que el mundo no se ha detenido por su tropiezo: hablan, sonríen como si nada y viven en la felicidad y la distracción de saberse miembros de una sociedad en la que se reconocen. Therese, no. Y tal vez nunca es tan consciente de ello como en ese momento, en el que observa de lejos el mundo de la "normalidad", de los "integrados", mientras ella fracasa en una búsqueda a ciegas de algo que todavía no sabe cómo nombrar, ni siquiera si existe. Quizá sienta algo parecido a lo que verbaliza Noah Cicero en la misma entrevista: 
Soy un extraño. (...) Ando solo, pero hay otros como yo, y cuando nos encontramos nos damos cuenta de que hay un extraño cerca. A la mayoría de la gente no le importa nada, sólo quieren trabajo, deportes, música y cuidar de sus familias. Es lo normal, lo usual. Algo está mal en mi cabeza y nunca pertenecí. 
En ese momento, Therese tal vez piensa: "y nunca perteneceré". Su constatación es tan nítida que, a pesar de un pequeño esfuerzo por contenerse, enseguida brotan las lágrimas de sus ojos: las lágrimas más puras y más sentidas, porque no son las que cualquiera puede verter en un momento de soledad en su propia casa (o en cualquier otro espacio personal), amparado por saber que no hay nadie observando y que nadie interrumpirá el desahogo; tampoco son las que una persona exhibe frente a otra, para legitimar su discurso, su argumentación, su pena o lo que quiera mostrar de esa lastimosa manera. No: son las lágrimas que surgen en un lugar público y que hacen sentirse insignificante a quien las emite, porque sabe que lo que hace es socialmente incorrecto, sabe que los demás podrán observarla y señalarla, pero no consolarla (son desconocidos), y sabe que la situación es tan irreversible que no encuentra mejor forma de asimilarla que mediante el gesto de impotencia por excelencia, que es llorar. Estos versos de Jaime Gil de Biedma lo expresan mejor que ninguna argumentación en abstracto: 


...Ved
nuestra historia, ese mar,
ese inmenso depósito de sufrimiento anónimo,
ved cómo se recoge,
todo en él: injusticias
calladamente devoradas, humillaciones, puños
a escondidas crispados
y llantos, conmovedores llantos inaudibles
de los que nada esperan ya de nadie...
Todo, todo aquí se recoge, se atesora, se suma,
bajo el silencio oscuramente,
germina
para brotar adelgazado en lágrima,
lágrima transparente igual que un símbolo,
pero reconcentrada, dura, diminuta
como gota explosiva, como estrella
libre, terrible por los aires, fulgurante, fija,
único pensamiento de los que la contemplan
desde la tierra oscurecida,
desde esta tierra todavía oscurecida. 


Y es precisamente ese momento el que mejor nos revela el pasado y el presente de Therese, la vida que ha tenido que llevar, la poca felicidad que le ha sido concedida y a la que, en aquel momento, ella cree que jamás tendrá derecho. Y la cámara acentúa ese sentimiento con un lento movimiento en el que sucesivamente pasa del rostro de Therese al cristal del tren en el que se refleja (y se ve a sí misma) y al lejano mundo exterior al tren, en el que una pareja de ancianos pasea y un coche se detiene: quien se baja del coche, sin cambiar el plano, es ella. El cielo está, definitivamente, lejos, muy lejos. 

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