Huey Long fue gobernador demócrata del Estado de Luisiana y senador de los Estados Unidos entre 1928 y 1935, año en el que fue asesinado por Carl Weiss, antes de poder intentar una candidatura presidencial que se daba por segura para 1936. Aunque hoy en día se escuche poco su nombre, fue considerado el mayor y más probable aspirante a dictador que tuvieron los Estados Unidos en la época de los fascismos; al menos, hasta que la hipótesis del aviador Charles Lindbergh ganó enteros en el imaginario ucrónico gracias a la novela de Philip Roth La conjura contra América (2004). Desde su muerte, Long ha sido comparado sucesivamente con Perón, Hugo Chávez o Donald Trump; antes, dos importantes novelas fueron inspiradas directamente por su figura: Eso no puede pasar aquí de Sinclair Lewis (1935) y Todos los hombres del rey de Robert Penn Warren (1946). La segunda, además de ganar el premio Pulitzer, conoció una notable adaptación cinematográfica a cargo de Robert Rossen, titulada igual que el libro pero traducida en España como El político (1949), y en ella se incluye la siguiente secuencia:
La verdad política y literaria que hay tras estas desengañadas palabras tiene múltiples derivadas: la primera de ellas habla de la superioridad del discurso político sobre quien lo pronuncia, es decir, de la primacía de los ideales sobre la persona que, coyunturalmente, los encarna. La segunda nos interpela acerca del efecto que puede tener una constatación tan desesperanzada como ésta: que el político protagonista, Willie Stark, transunto de Huey Long, no se ha corrompido tras la conquista del poder, sino que la corrupción anidó siempre en él; si en un principio pareció honrado, fue porque engañó a todos con la mera fuerza de unas palabras en las que no creía. Esta condena retrospectiva no solo convierte a Stark en un corrupto nato; también, a su seguidor en alguien poco perspicaz, capaz de caer rendido ante un encantador de serpientes e incapaz de calar sus intenciones.
Una consecuencia de un paisaje tan repleto de iniquidad es que, ante la incapacidad del político realmente existente de ser digno de un discurso moralmente elevado, sea el propio discurso el que, progresivamente, deje de ser válido: las palabras, al no tener un referente en la realidad, ven diluido su significado. La primera consecuencia: el cansancio, el hastío, la depresión. En la gerontocrática y decadente Unión Soviética de 1984, el protagonista de Parad planet de Vadim Abdrashitov lo verbaliza así:
Una segunda consecuencia, posterior a la primera: el descreimiento y el cinismo; la consideración de que detrás de los conceptos de decencia o de justicia solo van implícitas la imbecilidad o el cálculo oportunista, camuflaje de la inmoralidad más despiadada. Las buenas acciones dejan de serlo porque solo buscan un fin inconfesable: la inmoralidad del poder se convierte, en fin, en la pauta a seguir, en el factor de legitimación de una inmoralidad generalizada. El mismo Robert Rossen decidió seguir esta lógica al acudir a declarar voluntariamente ante el Comité de Actividades Antiamericanas el 7 de mayo de 1953 y, tras reconocer haber sido militante del Partido Comunista estadounidense entre 1937 y 1947, dar los nombres de 57 excompañeros suyos en el partido, lo que significaba, en la práctica, la muerte civil de todos ellos. Existen dos magníficas plasmaciones cinematográficas de hasta dónde, en terrible gradación, puede llevar esta lógica, con la II Guerra Mundial entre ambas para marcar la diferencia entre la intuición del abismo moral y la caída definitiva en él. La primera de ellas se muestra en La regla del juego, de Jean Renoir (1939):
La segunda, en El tercer hombre de Carol Reed (1949), lo suficientemente elocuente como para no necesitar más explicaciones:
El Harry Lime al que da vida Orson Welles se convierte en la concreción de la catástrofe moral: hay otros ejemplos en nuestra época, sobre los que nos pueden dar algunas pistas las expresiones "creo en Dios y en la misericordia" y "libre de impuestos". Como dijo el político griego Yanis Varoufakis,
Los abusones listos consiguen que la culpabilidad de sus víctimas parezca evidente.
Sin embargo, existe una línea alternativa a la trazada hasta aquí desde las imágenes iniciales de El político, que consistiría en usar las palabras del decepcionado seguidor de Willie Stark como una interpelación acusatoria y el discurso inicial del propio Stark, aquel que "sigue siendo válido", como un desiderátum, como expresiones con contenido real que interactúan dialécticamente contra el corrupto estado de cosas; incluso, en contra de quien las pronunció inicialmente. En la película soviética Mañana fue la guerra, de Yuri Kara (1987), ambientada en 1940, vemos las consecuencias del cinismo extremo y la necesaria requisitoria contra éste: un señalamiento que es el primer paso para su extinción.
El siguiente paso en esta línea sería el intento concreto de devolver a la moralidad gastada su espíritu original: en muchas ocasiones, una tarea áspera, esforzada, solitaria y pedregosa, como podemos ver en la última película de Paul Schrader, El reverendo:
Del desengaño inicial puede, pues, surgir una búsqueda de lo primigenio, de lo moralmente válido, de lo deseable, de la forma en la que lo describió John Berger:
La promesa es que una y otra vez, de la basura, de las plumas desperdigadas, de las cenizas y de los cuerpos rotos, algo nuevo y hermoso puede nacer.
Y para que algo nuevo pueda tener un mínimo de durabilidad y fortaleza, es posible, en fin, recuperar un discurso alejado de la coyuntura y del oportunismo, como el que dejó escrito Fernando de los Ríos en su Viaje a la Rusia sovietista:
Siempre he considerado a los partidos como órganos de interpretación de los ideales, no como al ideal mismo, y necesitados, por tanto, de vivir en una perenne subordinación a éstos. El ideal es de suyo infinitamente rico, vario, complejo.
Los ideales, como las palabras, aún son válidos. Ambientada en la misma posguerra y en parecidos escenarios que El tercer hombre, aunque rodada doce años después (1961), la película de Stanley Kramer sobre el juicio de Nuremberg (absurdamente traducida como ¿Vencedores o vencidos?) lo plasmó de la forma más contundente y con una fortaleza que llega hasta hoy y, esperemos, hasta mañana:
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