En la edición de 2016 del Festival de Cine de Ourense, la primera de las dos que pudo dirigir Fran Gayo, se proyectó, como parte de su competición iberoamericana, Hermia & Helena de Matías Piñeiro. En el coloquio posterior, una pregunta (mía) sobre el alcance de la dedicatoria de la película (a Setsuko Hara) fue respondida por el cineasta argentino con una inteligencia acorde a la sensibilidad y belleza de su obra: según sus palabras, si bien en un principio fue concebida como un homenaje puntual por el fallecimiento de la actriz japonesa, conforme avanzaba el rodaje le pareció que la influencia de su espíritu, sus personajes y su manera de actuar iba cobrando más relevancia y se iba adueñando de aspectos de la trama y de la actitud de sus protagonistas.
Medio año más tarde, Hermia & Helena formó parte de la sección oficial de la tercera edición de Filmadrid y, solo un mes después, volvió a ser proyectada en la Filmoteca Española como parte de un ciclo de Matías Piñeiro, que incluyó una interesante carta blanca suya, caracterizada por acoger películas nada obvias. Una de ellas, The Unspeakable Act, dirigida por Dan Sallitt, al que hasta entonces solo conocía por haber protagonizado una memorable secuencia en Hermia & Helena en compañía de Agustina Muñoz: su hija en la película, fruto de una relación fugaz, con la que se encuentra por primera vez. Después de los tres visionados mencionados, creo que éste es el momento en el que se centra la densidad emotiva de la película:
No vemos el contraplano con la cara de Dan Sallitt (en una secuencia, por otra parte, llena de contraplanos), un indicativo de que su presencia se desdibuja con su desalentadora respuesta. La decepción que sí vemos en el rostro de Agustina Muñoz adquiere una mayor y paradójica intensidad por su sutileza y su ausencia de aspavientos; una manera de manifestar la aflicción que nos recuerda a la misma Setsuko Hara. Tras abandonar la casa de su hasta entonces desconocido padre y en una acentuación de la rima con el cine de Yasujiro Ozu, Agustina Muñoz llega a una estación de tren que vemos en plano general hasta que, una vez subida al ferrocarril, la cámara se detiene en ella y en la difícil experiencia que acaba de vivir, que afronta con seriedad glacial.
Dos años después de que las imágenes de Hermia & Helena y The Unspeakeble Act se proyectasen en la pantalla del Cine Doré, la quinta edición de Filmadrid programó una retrospectiva completa de Dan Sallitt, incluyendo el estreno mundial de un cortometraje apenas terminado días antes del comienzo del festival: Caterina, con todavía algunos detalles menores por rematar (como los créditos finales) y, en una demostración del espíritu del festival, un subtitulado hecho a marchas forzadas pero impecable. Caterina semeja una pieza desgajada de Hermia & Helena, y consta de una serie de secuencias con Agustina Muñoz como centro en una breve y magnífica construcción de personaje poliédrico y moral, empezando con una discusión sobre la afinidad sexual, siguiendo con un encuentro erótico desbordante seguido de la prosaica decepción del después, continuando con una explicación sincera, didáctica y dubitativa sobre la propia posición ideológica y finalizando con la ayuda a una anciana para cubrir un impreso de ayuda a discapacitados. Podría ser, por su tono pausado y muy medido guion, el esbozo de un largometraje apasionante; se queda en un cortometraje excelente, con un director y una actriz tan destinados a encontrarse como un padre y una hija.
Dicho esto, tendríamos que buscar una expresión distinta para referirnos a la relación entre Sallitt y la actriz Tallie Medel, pero, abusando de redundancia, nos quedaremos con la misma. The Unspeakeble Act descansa tanto sobre la impresionante interpretación de Medel como sobre la implacable coherencia estilística de Sallitt, que consigue redondear una película en la que (y cito a Rubén García López, cuya definición es tan adecuada que no me atrevo a modificar) "la sencillez y parquedad alcanza niveles casi marcianos, apoyado por unos actores que hacen realmente buena la máxima fordiana de que un actor debe actuar con sus ojos". Aquí, una pequeña muestra:
The Unspeakeble Act afronta las raíces de un dolor traumático contado desde el futuro por una voz narradora no fiable, que romantiza una experiencia sutilmente traducida al terreno de lo prosaico por unas imágenes que no dejan lugar a dudas sobre el lugar en el que nos movemos: es, en el sentido más pleno y doliente de la expresión, una película sobre la adolescencia y las heridas perpetuas que inflige. A través de unos encuadres vaciados de ornamentos, carentes de música, sin movimientos de cámara y hasta, parecería, huyendo de las habituales convenciones cinematográficas, Sallitt radiografía un territorio emocional problemático, apoyándose en unos precisos subtextos cuyas ocasionales traslaciones a lo explícito vienen en forma de lúcida sentencia ("suele ser fácil conseguir las cosas que nos dan igual") o de unas lágrimas, las de la protagonista, capaces de transmitir un dolor auténtico, gracias al armónico fluir de una película carente de clímax y evocada desde un tono sereno, aunque con un aroma genuino a frustración.
Un poderoso antecedente de The Unspeakeble Act es el segundo largometraje de Sallitt, Honeymoon (1998), en el que, con cierta audacia, aborda frontalmente una temática obviada de manera harto superficial en la línea convencional de la historia del cine y ya muestra una clara decantación hacia la indagación del mundo emocional femenino, aquí mostrado como el verdadero eje de la relación sexual y principal testador de sus problemas y disfunciones, derivados de su violencia inherente, puesta en primer plano.
Más soterrada, pese a explicar su título y la peripecia vital de una de sus protagonistas, aparece en Fourteen, su largometraje más reciente (2019) en el que aparecen significativas variaciones con respecto a su filmografía anterior: movimientos de cámara, planos menos vaciados, un menor predominio de los tonos fríos y un arco temporal que abarca una década y lo emparenta con alguna de las grandes películas-río del cine de Hollywood (Imitation of Life, sin ir más lejos). Con esos ingredientes, Fourteen es la película más accesible y menos árida de Sallitt, pero en modo alguno la menos meritoria, como lo muestran composiciones tan polisémicas y reveladoras como un largo y en principio desconcertante plano general de un aparcamiento en el que solamente vemos coches saliendo hasta que llega, desde lejos y caminando, el personaje de Mara y la cámara la sigue, como si ese entorno y esa cámara la hubieran estado esperando, porque ella (de nuevo Tallie Medel, en una posible continuación de la protagonista de The Unspeakeble Act) es el carácter luminoso que dejará una huella positiva en el mundo que la rodea, aunque no será suficiente. La autenticidad desarmante de Mara, finalmente traspasada de forma limpia y modélica a su hija, es clave para comprender en toda su magnitud la tragedia que la circunda y que no puede impedir, por un destino que quedó sellado en un episodio del que solo tenemos una verbalización en forma de ambiguas y entrecortadas pinceladas y un título, el de la película, que nos lo dice educada pero inequívocamente. Con unos toques de humor justos y medidos, Sallitt consigue congregar, con belleza y sin tremendismo, toda la injusticia y la tristeza del mundo.
La presencia de Dan Sallitt fue sin duda el elemento más destacado de la quinta edición de Filmadrid: la excentricidad y singular valía de su filmografía y su misma presencia física, caracterizada por la sencillez (además de presentar todas sus películas, no fue extraño verlo como espectador solitario en las proyecciones del ciclo de Kira Muratova en el Cine Doré) nos permitieron intuir una al menos aparente coherencia entre obra y autor. Por otra parte, la media década de vida que cumple el festival permitió hacer visibles los hilos trenzados entre las cinco ediciones, de los que el mismo Sallitt es protagonista al derivar una parte de sus dos recientes obras y, seguramente, su misma retrospectiva, de su aparición en la Hermia & Helena que concursó en 2017 y que, un mes después (ya fuera de Filmadrid, pero con su espíritu muy cercano), propició la presencia en Madrid de Matías Piñeiro y la programación de The Unspeakeble Act en la carta blanca del cineasta argentino. Del mismo modo, el director que se convirtió en símbolo de la primera edición, el filipino Lav Díaz, volvió a aparecer en la programación del festival con su (notoriamente fallida) incursión en el musical, Season of the Devil, mientras que el mismo cine independiente de temática intelectual, planos fijos, tonos fríos y relaciones humanas glaciales que representaron en anteriores ediciones cineastas como Ted Fendt (con Classical Period o Short Stay) tuvo su continuidad con la canadiense MS Slavic 7, de Sofia Bohdanowicz y Deragh Campbell, a la vez que la brasileña Baixo Centro de Ewerton Belico y Samuel Marotta fue una prolongación por otros medios del ciclo temático Endless Nights de la edición anterior. Tampoco es casual que la retrospectiva del brasileño Júlio Bressane en 2016 tuviese su correlato este año con el foco Um Sonho Intenso; que la excentricidad argumental y los toques de atemporalidad de Lost Holiday de Michael y Thomas Matthews y, también, la presencia en el reparto de Keith Poulson (miembro, además, del elenco de Hermia & Helena), nos remitiesen a la proyección un año antes de Notes on an Appearance de Ricky D'Ambrose (Tallie Medel también estaba allí); que el escenario postapocalíptico de Serpentário de Carlos Conceição continuase el hilo afro-fantástico de la mozambiqueña Our Madness, de Joao Viana (mención especial del jurado en 2018); que la excesiva Phaidros de Mara Mattuschka fuese un claro reflejo de lo que representaron Casa Roshell en 2017 o Inferninho en 2018 o que la cineasta ganadora en 2018, Helena Wittmann, estuviera también presente este año con su cortometraje Ada Kaleh. En definitiva, una pléyade de hilos conductores que han acabado por conformar una tupida red de estilos y temáticas familiares, con algunos puntos referenciales en el centro de la constelación (no haría falta añadir que, en este caso, la tantas veces citada película de Matías Piñeiro se situaría en ese lugar); o, dicho en lenguaje menos posmoderno, un Plan Quinquenal que ha dado vida, ideología y objetivos a Filmadrid durante sus primeros cinco años de existencia.
A modo de epílogo, no deben quedar fuera del comentario de esta quinta edición tres obras que, por más que estén un poco menos integradas de la constelación imaginaria que refiero, merecen formar parte de los momentos estelares de esta media década de certamen estival. Por un lado, la británica Ray & Liz, muy destacada ópera prima del fotógrafo británico Richard Billingham y para que la me remito a las palabras escritas en la crónica colectiva de Revista Mutaciones. Por el otro, el mediometraje de 1959 The Cry of Jazz, de Edward Bland, parte del foco New American Cinema Group y contundente expresión de la condición negra estadounidense, en rotunda interacción dialéctica con las opiniones dominantes a través de un club de jazz de que adquiere intensos tonos confrontacionales y una inapelable combatividad llevada a sus límites. Por último, el espíritu del gran cine mudo nórdico plenamente presente en la gran proyección, con un adecuado acompañamiento musical en directo, de Johan, de Mauritz Stiller (1921), primera versión de la bella y posterior rareza de Aki Kaurismäki (Juha, 1999), presidida por la bondad arcaica pero noble que también dio sentido a la obra como director de Victor Sjöström sin por ello dejar de ofrecernos un desenlace significativo de la libertad y el riesgo moral del cine mudo.
No vemos el contraplano con la cara de Dan Sallitt (en una secuencia, por otra parte, llena de contraplanos), un indicativo de que su presencia se desdibuja con su desalentadora respuesta. La decepción que sí vemos en el rostro de Agustina Muñoz adquiere una mayor y paradójica intensidad por su sutileza y su ausencia de aspavientos; una manera de manifestar la aflicción que nos recuerda a la misma Setsuko Hara. Tras abandonar la casa de su hasta entonces desconocido padre y en una acentuación de la rima con el cine de Yasujiro Ozu, Agustina Muñoz llega a una estación de tren que vemos en plano general hasta que, una vez subida al ferrocarril, la cámara se detiene en ella y en la difícil experiencia que acaba de vivir, que afronta con seriedad glacial.
Dos años después de que las imágenes de Hermia & Helena y The Unspeakeble Act se proyectasen en la pantalla del Cine Doré, la quinta edición de Filmadrid programó una retrospectiva completa de Dan Sallitt, incluyendo el estreno mundial de un cortometraje apenas terminado días antes del comienzo del festival: Caterina, con todavía algunos detalles menores por rematar (como los créditos finales) y, en una demostración del espíritu del festival, un subtitulado hecho a marchas forzadas pero impecable. Caterina semeja una pieza desgajada de Hermia & Helena, y consta de una serie de secuencias con Agustina Muñoz como centro en una breve y magnífica construcción de personaje poliédrico y moral, empezando con una discusión sobre la afinidad sexual, siguiendo con un encuentro erótico desbordante seguido de la prosaica decepción del después, continuando con una explicación sincera, didáctica y dubitativa sobre la propia posición ideológica y finalizando con la ayuda a una anciana para cubrir un impreso de ayuda a discapacitados. Podría ser, por su tono pausado y muy medido guion, el esbozo de un largometraje apasionante; se queda en un cortometraje excelente, con un director y una actriz tan destinados a encontrarse como un padre y una hija.
Dicho esto, tendríamos que buscar una expresión distinta para referirnos a la relación entre Sallitt y la actriz Tallie Medel, pero, abusando de redundancia, nos quedaremos con la misma. The Unspeakeble Act descansa tanto sobre la impresionante interpretación de Medel como sobre la implacable coherencia estilística de Sallitt, que consigue redondear una película en la que (y cito a Rubén García López, cuya definición es tan adecuada que no me atrevo a modificar) "la sencillez y parquedad alcanza niveles casi marcianos, apoyado por unos actores que hacen realmente buena la máxima fordiana de que un actor debe actuar con sus ojos". Aquí, una pequeña muestra:
The Unspeakeble Act afronta las raíces de un dolor traumático contado desde el futuro por una voz narradora no fiable, que romantiza una experiencia sutilmente traducida al terreno de lo prosaico por unas imágenes que no dejan lugar a dudas sobre el lugar en el que nos movemos: es, en el sentido más pleno y doliente de la expresión, una película sobre la adolescencia y las heridas perpetuas que inflige. A través de unos encuadres vaciados de ornamentos, carentes de música, sin movimientos de cámara y hasta, parecería, huyendo de las habituales convenciones cinematográficas, Sallitt radiografía un territorio emocional problemático, apoyándose en unos precisos subtextos cuyas ocasionales traslaciones a lo explícito vienen en forma de lúcida sentencia ("suele ser fácil conseguir las cosas que nos dan igual") o de unas lágrimas, las de la protagonista, capaces de transmitir un dolor auténtico, gracias al armónico fluir de una película carente de clímax y evocada desde un tono sereno, aunque con un aroma genuino a frustración.
Un poderoso antecedente de The Unspeakeble Act es el segundo largometraje de Sallitt, Honeymoon (1998), en el que, con cierta audacia, aborda frontalmente una temática obviada de manera harto superficial en la línea convencional de la historia del cine y ya muestra una clara decantación hacia la indagación del mundo emocional femenino, aquí mostrado como el verdadero eje de la relación sexual y principal testador de sus problemas y disfunciones, derivados de su violencia inherente, puesta en primer plano.
Más soterrada, pese a explicar su título y la peripecia vital de una de sus protagonistas, aparece en Fourteen, su largometraje más reciente (2019) en el que aparecen significativas variaciones con respecto a su filmografía anterior: movimientos de cámara, planos menos vaciados, un menor predominio de los tonos fríos y un arco temporal que abarca una década y lo emparenta con alguna de las grandes películas-río del cine de Hollywood (Imitation of Life, sin ir más lejos). Con esos ingredientes, Fourteen es la película más accesible y menos árida de Sallitt, pero en modo alguno la menos meritoria, como lo muestran composiciones tan polisémicas y reveladoras como un largo y en principio desconcertante plano general de un aparcamiento en el que solamente vemos coches saliendo hasta que llega, desde lejos y caminando, el personaje de Mara y la cámara la sigue, como si ese entorno y esa cámara la hubieran estado esperando, porque ella (de nuevo Tallie Medel, en una posible continuación de la protagonista de The Unspeakeble Act) es el carácter luminoso que dejará una huella positiva en el mundo que la rodea, aunque no será suficiente. La autenticidad desarmante de Mara, finalmente traspasada de forma limpia y modélica a su hija, es clave para comprender en toda su magnitud la tragedia que la circunda y que no puede impedir, por un destino que quedó sellado en un episodio del que solo tenemos una verbalización en forma de ambiguas y entrecortadas pinceladas y un título, el de la película, que nos lo dice educada pero inequívocamente. Con unos toques de humor justos y medidos, Sallitt consigue congregar, con belleza y sin tremendismo, toda la injusticia y la tristeza del mundo.
La presencia de Dan Sallitt fue sin duda el elemento más destacado de la quinta edición de Filmadrid: la excentricidad y singular valía de su filmografía y su misma presencia física, caracterizada por la sencillez (además de presentar todas sus películas, no fue extraño verlo como espectador solitario en las proyecciones del ciclo de Kira Muratova en el Cine Doré) nos permitieron intuir una al menos aparente coherencia entre obra y autor. Por otra parte, la media década de vida que cumple el festival permitió hacer visibles los hilos trenzados entre las cinco ediciones, de los que el mismo Sallitt es protagonista al derivar una parte de sus dos recientes obras y, seguramente, su misma retrospectiva, de su aparición en la Hermia & Helena que concursó en 2017 y que, un mes después (ya fuera de Filmadrid, pero con su espíritu muy cercano), propició la presencia en Madrid de Matías Piñeiro y la programación de The Unspeakeble Act en la carta blanca del cineasta argentino. Del mismo modo, el director que se convirtió en símbolo de la primera edición, el filipino Lav Díaz, volvió a aparecer en la programación del festival con su (notoriamente fallida) incursión en el musical, Season of the Devil, mientras que el mismo cine independiente de temática intelectual, planos fijos, tonos fríos y relaciones humanas glaciales que representaron en anteriores ediciones cineastas como Ted Fendt (con Classical Period o Short Stay) tuvo su continuidad con la canadiense MS Slavic 7, de Sofia Bohdanowicz y Deragh Campbell, a la vez que la brasileña Baixo Centro de Ewerton Belico y Samuel Marotta fue una prolongación por otros medios del ciclo temático Endless Nights de la edición anterior. Tampoco es casual que la retrospectiva del brasileño Júlio Bressane en 2016 tuviese su correlato este año con el foco Um Sonho Intenso; que la excentricidad argumental y los toques de atemporalidad de Lost Holiday de Michael y Thomas Matthews y, también, la presencia en el reparto de Keith Poulson (miembro, además, del elenco de Hermia & Helena), nos remitiesen a la proyección un año antes de Notes on an Appearance de Ricky D'Ambrose (Tallie Medel también estaba allí); que el escenario postapocalíptico de Serpentário de Carlos Conceição continuase el hilo afro-fantástico de la mozambiqueña Our Madness, de Joao Viana (mención especial del jurado en 2018); que la excesiva Phaidros de Mara Mattuschka fuese un claro reflejo de lo que representaron Casa Roshell en 2017 o Inferninho en 2018 o que la cineasta ganadora en 2018, Helena Wittmann, estuviera también presente este año con su cortometraje Ada Kaleh. En definitiva, una pléyade de hilos conductores que han acabado por conformar una tupida red de estilos y temáticas familiares, con algunos puntos referenciales en el centro de la constelación (no haría falta añadir que, en este caso, la tantas veces citada película de Matías Piñeiro se situaría en ese lugar); o, dicho en lenguaje menos posmoderno, un Plan Quinquenal que ha dado vida, ideología y objetivos a Filmadrid durante sus primeros cinco años de existencia.
A modo de epílogo, no deben quedar fuera del comentario de esta quinta edición tres obras que, por más que estén un poco menos integradas de la constelación imaginaria que refiero, merecen formar parte de los momentos estelares de esta media década de certamen estival. Por un lado, la británica Ray & Liz, muy destacada ópera prima del fotógrafo británico Richard Billingham y para que la me remito a las palabras escritas en la crónica colectiva de Revista Mutaciones. Por el otro, el mediometraje de 1959 The Cry of Jazz, de Edward Bland, parte del foco New American Cinema Group y contundente expresión de la condición negra estadounidense, en rotunda interacción dialéctica con las opiniones dominantes a través de un club de jazz de que adquiere intensos tonos confrontacionales y una inapelable combatividad llevada a sus límites. Por último, el espíritu del gran cine mudo nórdico plenamente presente en la gran proyección, con un adecuado acompañamiento musical en directo, de Johan, de Mauritz Stiller (1921), primera versión de la bella y posterior rareza de Aki Kaurismäki (Juha, 1999), presidida por la bondad arcaica pero noble que también dio sentido a la obra como director de Victor Sjöström sin por ello dejar de ofrecernos un desenlace significativo de la libertad y el riesgo moral del cine mudo.
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