En
cierta ocasión, leyendo el interesantísimo y muy militante ensayo Las listas negras de Hollywood de Reynold Humphries, me encontré con una
sorprendente afirmación sobre Douglas Sirk. Decía, poco más o menos: “Douglas
Sirk es el cineasta marxista del Hollywood de los 50”. No es, desde luego, una
opinión muy compartida. Un crítico trotskista
como Ángel Fernández Santos, en su bella necrológica
del gran director alemán, habla del “aristócrata que siempre llevó dentro” y del
hombre que “procedía de la exaltación de la distinción”. Y, con una autoridad
intelectual menor pero como síntoma de lo mismo, en otra oportunidad, en un
ambiente de cafetería y servilletas escritas, propuse la inclusión de Sirk en
un listado más o menos heterogéneo de “cineastas de izquierdas”, lo que causó
una reacción entre fría y sorprendida de mis compañeros de mesa.
Sin embargo, una vez superado el estupor inicial, tal vez Humphries no ande tan desencaminado. No se trata de adscribir de forma ideológicamente simple a alguien tan complejo y dotado para el arte como Douglas Sirk, del que en todo caso conviene citar dos hechos de los que habla en su libro de entrevistas con Jon Halliday: su participación en la República Soviética de Baviera (1918) y su negativa a volver a la República Federal de Alemania tras la II Guerra Mundial, asqueado por la persistencia de un clima pronazi que detectó en una visita a finales de los años 40 (en el mismo libro, confiesa que valoró seriamente instalarse en la RDA, incitado por su amigo Hanns Eisler). Se trata de intentar detectar las corrientes profundas que navegan tras sus folletinescos melodramas, tan parecidos, argumentalmente, a los culebrones latinoamericanos que causaron furor en las parrillas televisivas españolas a principios de los años 90.
Sin embargo, una vez superado el estupor inicial, tal vez Humphries no ande tan desencaminado. No se trata de adscribir de forma ideológicamente simple a alguien tan complejo y dotado para el arte como Douglas Sirk, del que en todo caso conviene citar dos hechos de los que habla en su libro de entrevistas con Jon Halliday: su participación en la República Soviética de Baviera (1918) y su negativa a volver a la República Federal de Alemania tras la II Guerra Mundial, asqueado por la persistencia de un clima pronazi que detectó en una visita a finales de los años 40 (en el mismo libro, confiesa que valoró seriamente instalarse en la RDA, incitado por su amigo Hanns Eisler). Se trata de intentar detectar las corrientes profundas que navegan tras sus folletinescos melodramas, tan parecidos, argumentalmente, a los culebrones latinoamericanos que causaron furor en las parrillas televisivas españolas a principios de los años 90.
Y,
profundizando un poco en sus constantes temáticas de fondo, nos encontramos con
la vida de la alta burguesía estadounidense, pero no en sus aspectos más
externos o en sus actividades públicas, sino en sus mismísimos hogares. Lo que
vemos no es muy alentador: avidez de dinero, superficialidad, amor a las
apariencias. Y una lucha, constante y capaz de hipotecar cualquier otro
objetivo vital, por el ascenso social. Volviendo al libro de Halliday, el
título (que no es suyo, sino que viene de la primera versión de la película,
dirigida por John M. Stahl) Imitación a
la vida es el mejor símbolo de lo que Sirk disecciona con su bisturí: unas
vidas de imitación, una parodia de la felicidad, en unos seres enajenados que
tan bien representan la tragedia de la América consumista y capitalista, aunque
nos parezcan inocentes en el sentido de que no ejercen directamente el poder político
y económico, sino que son satélites y víctimas del mismo. Podemos pensar en el
Rock Hudson de los comienzos de Obsesión,
en la Jane Wyman observada con lupa por sus hijos y vecinos en Sólo el cielo lo sabe, en el Fred
MacMurray atrapado en la fábrica de juguetes de Siempre hay un mañana, en
la Lana Turner que lucha por la fama y contra el amor en Imitación a la vida o en la joven mulata Susan Kohner que, en la
misma película, quiere ser blanca a toda costa y olvidarse de su madre,
sirvienta y afroamericana…
Incluso
en una película tan aparentemente inocente como ¿Alguien ha visto a mi chica?, asistimos a la transformación de una
amable cotidianidad hogareña en un infierno de fatuidad y vacío por causa de una
inesperada lluvia de dinero.
En
todos estos casos observamos, con consternación, la dolorosa infelicidad que se
esconde detrás de esas casitas con jardín, esas elegantes fachadas, esas
historias de éxito económico y estabilidad familiar. En definitiva, la
imposibilidad de una vida digna de ser llamada como tal bajo las exigencias
(a)morales del capitalismo. Lo mismo que, bajo la más amable cáscara de la
comedia (no siempre ácida) intentaba reflejar Billy Wilder, con menos éxito
porque la risa ahogó y neutralizó demasiadas veces su gélida visión de la misma
sociedad que Sirk diseccionaba bajo un sugestivo y magistral cromatismo.
¿Cineasta
marxista? Tal vez no, con esas palabras, en la entera expresión del término.
Pero, seguro, el más capacitado para desvelar y amplificar lo que la militancia
evidente y la crítica teórica no podían transmitir más que a una pequeña
minoría. Citando al Marx de 1844: la vida misma convertida en medio de vida.
Una vida sin revolución es una imitación a la vida.
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