Empezamos el Festival de Donostia con P'tit Quinquin, miniserie de televisión hecha por Bruno Dumont pero con el muy cinematográfico formato de 2:35.1; más de 200 minutos en los que vuelve a su hábitat natural (la Francia rural contemporánea). La obra, dividida en cuatro partes, nos muestra seis asesinatos casi consecutivos con la truculencia añadida de que tres de los cadáveres son devorados por animales (vacas y cerdos) y en ella hay muy poco espacio para la empatía o la compasión: la galería de personajes rebasa lo excéntrico en mayor medida que en Camille Claudel 1915, con la que tiene una extraña conexión, y se acerca a sus primeras obras, La vida de Jesús y La humanidad, en aspectos clave. Entre ellos cabe destacar la presencia de un racismo descarnado, la ausencia de actores profesionales, el protagonismo de un agente policial (en este caso, un comandante de la Gendarmenría) en un aparente estado de idiotez permanente (acentuado por sus contantes tics nerviosos en la cara y sus torpísimos andares) y un ayudante, el desdentado Carpentier, empeñado en arrancar el coche policial rompiendo llantas y haciendo exhibición de pirotecnia; y, como pequeño consuelo, una historia de amor entregada e inocente, aunque en este caso, por la edad de los protagonistas (Eve y Quinquin, quien da título a la película, de unos 12 años cada uno), sin el añadido de un sexo descarnado y violento que se contagiaba del salvajismo latente en sus dos primeros largometrajes.
El cuadro resultante es una desoladora radiografía de la Francia más alejada del cosmopolitismo de su capital; una Francia abandonada y en trance de posesión diabólica (la sombra de los dos Le Pen está algo más que implícita) y en la que el sentido del humor, que se cuela de forma inopinada en un funeral y que acompaña las exageradas torpezas de algunos de sus protagonistas, apenas compensa un gélido y brutal diagnóstico de un mundo en trance de desaparición por la vía del exterminio. La presencia de Aurélie, una joven aspirante a cantante que empieza desafinando en el entierro de la señora Lableu, gana después un concurso de jóvenes talentos y vierte las únicas lágrimas sinceras en la pantalla, por empatía con el vilipendiado árabe Mohamed (acentuadas por la primera música extradiegética que oímos en la película, en su parte final), apenas ofrece más que breves momentos de respiro, y la sincera mirada de melancolía del comisario protagonista por la memoria de la joven es rota de la forma más circense (y por ende, más dolorosa). P'tit Quinquin nos arrolla y Dumont se acerca al notable en una creación dura, exageradamente dura, tanto como la realidad que nos rodea y que aquí observamos con una lente solo aparentemente deformante.
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