La evolución de la obra del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan parece seguir el mismo ritmo interno que sus dos últimas películas: una carrera larga, cuidada, en crecimiento constante y lento pero tan sustancial como el movimiento de placas tectónicas. Es posible que después de Sueño de invierno siga teniendo sus detractores, habrá quienes le sigan ignorando, a quienes les provoque aburrimiento o indiferencia: pero será difícil encontrar a quien me pueda convencer de que no hay ahora mismo un cineasta europeo más importante y ambicioso, más consciente de las miserias humanas y que sepa reflejar mejor la distancia entre las expectativas vitales y las mediocres realidades a las que dan paso; que haya digerido mejor influencias tan complejas como las de Ingmar Bergman y sobre todo y en este último largometraje, Shakespeare -presente en el título y en multitud de detalles- y Chejov -el protagonista parece sacado de Una pieza inacabada para piano mecánico- y que sea capaz de, en un largometraje de tres horas y veinte minutos, mantener a una sala abarrotada como la del Kursaal 2 sin apenas deserciones ni bostezos y en un silencio sepulcral y con un prolongado aplauso final como colofón.
Sueño de invierno es una película clara como el agua y tan parsimoniosa que, con toda la calma que exige la zona retirada de la Anatolia central en que transcurre y la vida apartada y por momentos monótona que llevan sus protagonistas, tarda una hora larga en descubrirnos los conflictos que minan la existencia del protagonista y de las dos mujeres que le rodean. Y ello después de un significativo viaje en coche interrumpido violentamente por una pedrada y varias conversaciones largas y aparentemente intrascendentes, en las cuales se va intuyendo un sentimiento subterráneo que, al contrario que en Loreak, es el odio y no el amor.
Lo significativo es que, como viene siendo habitual en el cine último de Ceylan, el protagonista es un ser inconsciente del daño y el odio que suscita a su alrededor. Al igual que el juez de Érase una vez en Anatolia y que el protagonista que (en un gesto de autoinculpación poco habitual) interpretaba él mismo en Los climas
(con su mujer y coguionista Ebru Ceylan como víctima de su insensibilidad), el exactor que ahora regenta el Hotel Otelo y que es propietario de multitud de casas en la zona sonríe desdeñoso ante los reproches que le van dirigiendo el imam pobre que ha tenido que ver cómo le embargan una nevera y una televisión por impago, su propia hermana que vive enterrada en vida a su lado y que añora el desastroso matrimonio que al menos le permitía algo de independencia, y por último y como detonante del fin de la ceguera del protagonista, su mujer, una joven que vive en un ala del hotel con relativa independencia y dedicada a labores de filantropía.
A esta insensibilidad, como decimos tan común en los protagonistas de Ceylan, se le añade un elemento sacado de la más pura estirpe chejoviana, que ya veíamos en parte en otro personaje de Érase una vez en Anatolia (el forense) y que tan bien describía Ricardo Piglia en su novela Respiración artificial:
Un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos, incluso bastantes más que los comunes en ciertos hombres de éxito. Tiene esos dones, y no los explota. Los destruye. De modo que, en realidad, destruye su vida. Hay muchos en todos lados, pero algunos de ellos son hombres muy interesantes, sobre todo cuando han empezado a envejecer y se conocen bien a sí mismos.Sueño de invierno nos muestra sutil y ejemplarmente la forma en la que Aydin (el protagonista) se va conociendo a sí mismo y su estéril presente, su nulo futuro y su fallido pasado. Es un escritor que prepara un libro "grueso e importante", como le revela a uno de sus inquilinos, pero que no ha escrito una línea más allá del título; que se pavonea de crear opinión pero que escribe artículos de tercera en una hoja local; es un hombre rico que vive de rentas, pero ni siquiera conoce a sus inquilinos y manda a tratar con ellos a un perro de presa que le hace el trabajo sucio; es un exactor que ha interpretado obras de Shakespeare, pero su mayor recuerdo del mundo de la actuación es haber cruzado accidentalmente unas palabras con Omar Sharif; es un aspirante a intelectual que no deja de hablar de sus múltiples virtudes, pero, como le reprocha su mujer, las usa como forma de humillación a los demás y desprecia a los creyentes por crédulos y a los no creyentes por faltos de espiritualidad; a los jóvenes por ingenuos y a los viejos por acabados.
La cámara no deja de mostrarnos esta realidad, aun antes de que él mismo sea consciente de ella: en los planos de paisajes (de gran belleza) hay un uso casi abusivo de la profundidad de campo, pero cuando Aydin está presente el fondo está inequívocamente desenfocado. En el plano anterior a los créditos iniciales, el protagonista está mirando por una ventana; hay luz, pero no le ilumina a él y la cámara se va acercando, desde atrás, hasta alcanzar su cabeza y fundir a negro. Dos horas y media después, tras la última y durísima ristra de reproches de su desesperanzada mujer, volvemos a verlo junto a una ventana, esta vez mirando hacia dentro, en la estación de tren en la que se dispone a viajar a Estambul para no volver y el sol le ilumina desde atrás; ya no mira hacia afuera, sino hacia dentro, pero ya no vive en la oscuridad.
En una película tan llena de silencios como ésta, cobra especial sentido el importante trabajo de sonido, que en cuatro momentos clave rompe de forma estruendosa: una pedrada en la furgoneta que conduce al protagonista, una bofetada al desdichado sobrino del imam al borde del desahucio, unos billetes que van a parar al fuego y un disparo a un inofensivo conejo, última hazaña con la que el protagonista parece definitivamente volver atrás después del arranque de orgullo en el que parecía atreverse a empezar de nuevo y a liberar las energías malgastadas, con la liberación de un caballo como símbolo.
Tal vez el mayor riesgo de una película que alude de forma tan evidente a Bergman (las conversaciones furiosas que irrumpen en la calma aparente nos remiten a Los comulgantes y a Fresas salvajes), a Shakespeare y a Chejov sea el de intentar transparentar demasiado estas influencias y atiborrar la obra, de forma que se indigeste por exceso de ilustres. La paródica cita final del protagonista:
Me levanto por la mañana con grandes planes y me paso el día sin hacer nada.
previa a un vómito y en plena y catártica borrachera, espanta definitivamente ese riesgo y nos muestra que, en el fondo, el mismo Nuri Bilge Ceylan no se siente alejado de su protagonista; sabe que no es ninguno de los grandes autores a los que cita, pero es capaz de escribir una carta bajo la nieve para decir afligido: "seré tu criado, seré tu esclavo"; es el mismo Levent que nos advierte que antes era tartamudo y por eso ahora habla demasiado; es el mismo hombre que huye de la empatía, de la paternidad, de la felicidad, como el forense de Anatolia que se miraba al espejo y se veía solo y acabado; es el mismo que le pide perdón a la sufrida Ebru Ceylan y que, como decía Jordi Costa, transparenta la violenta brecha entre lo masculino y lo femenino; y el que solo es capaz de ver a través de espejos, cristales y ventanas, sabiendo el mundo exterior y él están trágicamente separados. Es, en definitiva, un cineasta trascendente.
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