Poliédrica, poderosamente evocadora, por momentos mitológica, Jauja es una propuesta de primerísimo nivel y con ella Lisandro Alonso, después de varios años de sequía y de ofrecernos varias propuestas de desigual valía, es capaz de situarse como un cineasta de culto en el mejor sentido de la expresión (algo discutible tras el mal sabor de boca dejado con su vacía y muy fallida obra anterior, Liverpool). La cantidad de matices y lecturas que podemos encontrar en Jauja, presente en la sección de Horizontes Latinos del Festival de Donostia (y antes ganador del Premio FIPRESCI de la categoría Un Certain Regard de Cannes), exigen que para intentar desentrañar parte del universo que parece encerrar hablemos con la máxima prudencia, y a ser posible con una interrogación de fondo; aunque no que nos inhibamos ni que nos acerquemos con miedo, porque eso sí sería no hacerle justicia a una obra que nos dice tanto y de forma tan compleja.
La película, para hacer honor a la aparente quietud que refleja, parece que va a transcurrir por los tranquilos senderos estéticos de los planos fijos; y sin embargo, no es así. Además de estar filmada en 1.33:1, los bordes del cuadro son redondeados, como si estuviéramos ante una colección de fotos muy antiguas. Pero la muy llamativa y magistral paleta cromática, obra del director de fotografía finlandés Timo Salminen (el habitual de Aki Kaurismäki) y la gran profundidad de campo, hacen que la mera contemplación de las escenas, por tranquilas y vacías que parezcan, desprenda un halo de fascinación tan significativo como inquietante.
Observando de forma literal a los personajes, sus ambientes y su atmósfera, resulta inevitable pensar en el western: estamos en el siglo XIX, en Argentina, en unas llanuras inmensas y con un pequeño núcleo de militares que luchan contra un enemigo invisible, escurridizo. Es decir: contra un indígena. Esto es: contra todos los indígenas. Hablando claro: están consumando un genocidio, aunque aquí, como en el western tradicional estadounidense, todo quede lo suficientemente sublimado como para no dejar oír más que un eco muy lejano de la disgregación y extinción de comunidades enteras. Pero en Jauja, como en las películas de Albert Serra, no tenemos acción: tenemos tiempos muertos, minutos que pasan lentos bajo la inmensidad del cielo. Aquí el indígena, el enemigo irreductible y feroz que construyen en su imaginario los protagonistas, toma el nombre de Zuloaga y es el hombre sobre el que todos cuchichean, en voz baja, como si diera mala suerte su mera mención y la de sus supuestas atrocidades.
Otro elemento de interés añadido es la presencia del personaje de Gunnar (Viggo Mortensen) y su hija Ingeborg: dos daneses desubicados, que hablan entre sí en su idioma y apenas él puede comunicarse con el resto de militares en un endeble español. Las expectativas sentimentales de varios personajes en torno a la hija y la posterior fuga de ésta con un oficial joven hacen que el western se vaya diluyendo e intuyamos que nos vamos a sumergir en el drama romántico, en el amor prohibido entre militar y joven de buena familia, en Elvira Madigan o en Diario íntimo de Adela H., pero es una intuición fallida: ella no habla una palabra de español con su amante, Gunnar está perdido y camina sin rumbo y el paisaje se vuelve progresivamente más inhóspito: nos dirigimos directamente al extrañamiento. Y cuando los ecos de la trama parecen apuntar hacia Centauros del desierto, llegamos a las estocadas finales, que nos trasladan, sin brusquedad y en una tranquilidad casi flotante, a los límites del conocimiento, a las fronteras de lo universal, a unos márgenes nebulosos en los que el tiempo transcurre siguiendo unas leyes muy distintas a las de la razón cartesiana y occidental y en donde parecen haber pasado siglos desde el comienzo de la trama. Es entonces cuando la palabra "razón" se ve señalada y son sus excluidos los que se encargan de impugnarla, y el propio Gunnar, en la oscuridad de una cueva, el que asume que ha perdido la batalla y que en el mundo fronterizo su lógica se ha acabado.
Si concluimos que tal vez a esta película le sobre algo, quizás el ambiguo toque onírico final, deberíamos dirigirnos al Samuel Taylor Coleridge que citaran Borges y Godard como posible indicio de que nos equivocamos:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y recibiera una flor como prueba de su paso, y encontrara al despertar esa flor en su mano... entonces, ¿qué?
Entonces, Jauja será la respuesta.
4 comentarios:
¡Hola Mario! Soy Marta, la amiga de Esther, de la filmo. Acabo de descubrir tu blog y tiene una pinta estupenda! A partir de ahora seguiré tus recomendaciones también por aquí.
Nos vemos en el cine,
Besos
Hola Marta,
pues bienvenida al blog y bienvenidos tus comentarios.
De las cinco películas del festival de las que he escrito hasta ahora, cuatro se van a estrenar seguro (todas menos P'tit Quinquin), así que te diría que no te las pierdas. Aunque alguna no suscite unanimidades...
Mario, estupenda tu crítica de Jauja. Yo también he tenido que hacerla en pocos caracteres para el máster y tengo la impresión de que se podría hablar de ella con muchísimos más expresiones porque Jauja tiene muchísimos recovecos y muchos rincones donde incidir. Hay alguna imagen,para mi, que me perturba como esos hombres excavando una zanja imposible, o ese plano de Viggo, bajo las estrellas, muriendo ¿por primera vez? o esa desaparición en el paisaje volcánico dejándonos la duda de su propia existencia. Realmente Jauja es tremendamente sugerente aunque es necesario conocer muchos códigos para no perderte en su comprensión.
Gracias, Román, por tus elogios. Para mí lo mejor de la película es toda la secuencia de la cueva; en el primer visionado, la sensación de descubrir que el tiempo se había disuelto y que estábamos en otro lugar, otro siglo y, tal vez, en otra película, es algo que no dejo de recordar con emoción.
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