Dejando a un lado las valoraciones generales de Filmadrid como festival de cine en el sentido más integral de la expresión y bajando al ras de suelo de sus secciones y películas concretas, podemos decir que, en el caso concreto de su Competición Oficial nos quedamos con sensaciones ambivalentes: si bien el tramo más destacado de la primera sección en importancia consiguió imponer su discurso y madurez cinematográfica de forma más notable que en la anterior edición, la parte menos afortunada de las películas a competición ofreció unos resultados muy poco esperanzadores, a lo que se sumó que, al igual que el pasado año, los cortometrajes seleccionados tampoco pudieron ofrecer la impresión de una competencia en pie de igualdad con las películas de duración más convencional.
En lo que llamamos tramo más destacado situaríamos sin dudar la profundidad moral y la coherencia pétrea del turco Zeki Demirkubuz y su película más reciente, Ember, aunque se situase un peldaño por debajo de Náusea (que nos pareció, en la anterior edición, la obra más destacada de la competición oficial) y al prolífico Sion Sono, sin duda el cineasta japonés de mayor enjundia y ambición de la actualidad, y su más que interesante deconstrucción del pinku eiga Antiporno. La presencia de ambos tuvo mayor relevancia por el escasa expectación que han levantado sus últimos largometrajes, ignorados por carteleras y festivales (con la notable excepción de la periódica visita de Sono a Sitges), lo que desde luego no obedece a criterios estrictamente cinematográficos, y que Filmadrid ha podido paliar en buena medida.
En un lugar intermedio situaríamos la presencia de António um dois três, de Leonardo Mouramateus; de The Impossible Picture, de Sandra Wollner y de Beduino, de Júlio Bressane, que independientemente de su acierto global merecen ser vistas, debatidas y discutidas, aunque no dejemos de discrepar del primer premio del certamen concedido a la segunda de las citadas. El motivo, desde luego, no es otro que Matías Piñeiro y Hermia & Helena, a la que debemos el resto de nuestra crónica, y cuya proyección en el Círculo de Bellas Artes justifica, en sí mismo, toda una semana de un festival del que deberíamos destacar muchos otros elementos externos a su sección oficial (la visita y proyecciones de Lav Diaz y Jonas Mekas, la estimulante interacción de Deborah Stratman con el público, la más que notable sesión inaugural con Certain Women de Kelly Reichardt y la memorable sesión con Laura Mulvey y su Riddles of the Sphinx ante una sala abarrotada) pero que, por diversas causas, no podremos ya abordar.
Si ya hemos dicho y repetido que el lugar de honor de este Filmadrid tenemos que concedérselo al largometraje de Matías Piñeiro, Hermia & Helena, es, en primer lugar, porque fue capaz, de forma paradójica, de transmitirnos un cierto halo de tristeza y una cierta sensación de la transitoriedad de la vida con el torrente verbal y la luminosidad habituales en el cine del argentino. En esta ocasión consigue una estructura casi perfecta a base de sucesivos saltos temporales sobre un eje inicial, que es el día en que la protagonista, Camila, se despide de Buenos Aires antes de mudarse con la intención aparente de hacer una estancia universitaria en Nueva York. Una jornada decisiva que vamos reconstruyendo con sucesivos insertos del futuro, en los que se va conformando el rompecabezas de las emociones de un grupo de jóvenes encabezados por Agustina Muñoz, la actriz más luminosa de su serie shakesperiana y hasta ahora diluida en repartos corales, que aquí interpreta a la protagonista femenina más clara de todo el cine de Piñeiro.
El eficaz juego fragmentario comienza con el plano de un árbol en flor y la emotiva dedicatoria, en un diáfano homenaje a Setsuko Hara y a Yasujiro Ozu en letra y en espíritu, para seguir con un travelling aéreo en la que podemos ver la vida en su plenitud en Buenos Aires a vista de pájaro y se ve interrumpida por los reconocibles tonos de un teléfono móvil. Ese momento en el que lo particular irrumpe sobre lo general tendrá su rima con la interrupción del falsamente romántico reencuentro entre Camila y Gregg, ya en Nueva York y tras un año sin saber nada el uno del otro, a la manera de las Noches blancas de Dostoyevski y en medio de la nieve: ahí sonarán exactamente los mismos tonos telefónicos y el prosaico y urgente mundo real irrumpirá sobre lo literario, haciendo que la rueda vuelva a girar para la vida de la protagonista y provocando su huida de un escenario que la puesta en escena nos había situado previamente como idílico.
En los diálogos vertiginosos, que si bien nos dirigen a obras anteriores del director como Viola (quizá su cumbre al respecto), también podemos decir que nos transmiten una mayor desconfianza en el lenguaje que en el grueso de su filmografía, al encontramos el también paradójico reflejo de la desorientación vital de los personajes que los enuncian: no hay titubeos a la hora de pronunciar unos discursos que se revelan falsos o cuya enunciación brota con una seguridad inversamente proporcional a la convicción de llevarlos realmente a cabo, en lo que entendemos que muestra los estragos de los excesos literarios en la conciencia de sus protagonistas: a la hora de confrontarlos con la vida real, sufren y se diluyen, añadiendo un plus de decepción al puro transcurrir, siempre decepcionante, de los hechos.
Piñeiro nos muestra aquí un gusto particular por el detalle, al recurrir a bellos y evocadores primeros planos de objetos: el que entendemos como más significativo es un vaso verde, presente en la azotea bonaerense en la que transcurre una parte de la jornada-eje inicial sobre el que la película acaba siempre volviendo, y que podemos ver en dos ocasiones con un lapso de más de una hora de metraje, primero de día y después de noche, en una hermosa representación del paso del tiempo, o en la espantosa expresión de Jean Cocteau (que solo citamos para exorcizar su excesivo uso), de "filmar a la muerte trabajando".
Con el intento del personaje de Camila de traducir la obra de Shakespeare A Midsummer Night's Dream como tenue hilo argumental, algunas decisiones sencillas de Hermia & Helena resultan particularmente acertadas: la inserción de una página de la obra de teatro, mientras la protagonista duerme, nos traslada la medida de su obsesión por la tarea que realiza y que (supuestamente) es la que origina la marcha que a su vez hace que la vida de quienes la rodean se disperse en múltiples direcciones; por otra parte, el viraje del color en la secuencia que ejerce de remedo de Noches blancas, creando un irónico "momento eterno" que durará un suspiro.
El progresivo perfeccionamiento de Piñeiro, un cineasta que parece capaz de grandes logros a través de su culta y ambiciosa discreción, alcanza su momento culminante en la emotiva secuencia del reencuentro entre Camila y su padre biológico, en el que a través de la aparente frialdad de los largos planos del cineasta y aquí actor Dan Sallitt y la ya mencionada y aquí inspiradísima Agustina Muñoz finalizan en unas lágrimas en la oscuridad de una cama desconocida y nos traslada con ejemplar sensibilidad el efecto de una carencia afectiva de las que la compleja y frágil vida emocional de quienes la padecen jamás es capaz de reponerse del todo. Como bien hemos podido comprobar.
En lo que llamamos tramo más destacado situaríamos sin dudar la profundidad moral y la coherencia pétrea del turco Zeki Demirkubuz y su película más reciente, Ember, aunque se situase un peldaño por debajo de Náusea (que nos pareció, en la anterior edición, la obra más destacada de la competición oficial) y al prolífico Sion Sono, sin duda el cineasta japonés de mayor enjundia y ambición de la actualidad, y su más que interesante deconstrucción del pinku eiga Antiporno. La presencia de ambos tuvo mayor relevancia por el escasa expectación que han levantado sus últimos largometrajes, ignorados por carteleras y festivales (con la notable excepción de la periódica visita de Sono a Sitges), lo que desde luego no obedece a criterios estrictamente cinematográficos, y que Filmadrid ha podido paliar en buena medida.
En un lugar intermedio situaríamos la presencia de António um dois três, de Leonardo Mouramateus; de The Impossible Picture, de Sandra Wollner y de Beduino, de Júlio Bressane, que independientemente de su acierto global merecen ser vistas, debatidas y discutidas, aunque no dejemos de discrepar del primer premio del certamen concedido a la segunda de las citadas. El motivo, desde luego, no es otro que Matías Piñeiro y Hermia & Helena, a la que debemos el resto de nuestra crónica, y cuya proyección en el Círculo de Bellas Artes justifica, en sí mismo, toda una semana de un festival del que deberíamos destacar muchos otros elementos externos a su sección oficial (la visita y proyecciones de Lav Diaz y Jonas Mekas, la estimulante interacción de Deborah Stratman con el público, la más que notable sesión inaugural con Certain Women de Kelly Reichardt y la memorable sesión con Laura Mulvey y su Riddles of the Sphinx ante una sala abarrotada) pero que, por diversas causas, no podremos ya abordar.
Si ya hemos dicho y repetido que el lugar de honor de este Filmadrid tenemos que concedérselo al largometraje de Matías Piñeiro, Hermia & Helena, es, en primer lugar, porque fue capaz, de forma paradójica, de transmitirnos un cierto halo de tristeza y una cierta sensación de la transitoriedad de la vida con el torrente verbal y la luminosidad habituales en el cine del argentino. En esta ocasión consigue una estructura casi perfecta a base de sucesivos saltos temporales sobre un eje inicial, que es el día en que la protagonista, Camila, se despide de Buenos Aires antes de mudarse con la intención aparente de hacer una estancia universitaria en Nueva York. Una jornada decisiva que vamos reconstruyendo con sucesivos insertos del futuro, en los que se va conformando el rompecabezas de las emociones de un grupo de jóvenes encabezados por Agustina Muñoz, la actriz más luminosa de su serie shakesperiana y hasta ahora diluida en repartos corales, que aquí interpreta a la protagonista femenina más clara de todo el cine de Piñeiro.
El eficaz juego fragmentario comienza con el plano de un árbol en flor y la emotiva dedicatoria, en un diáfano homenaje a Setsuko Hara y a Yasujiro Ozu en letra y en espíritu, para seguir con un travelling aéreo en la que podemos ver la vida en su plenitud en Buenos Aires a vista de pájaro y se ve interrumpida por los reconocibles tonos de un teléfono móvil. Ese momento en el que lo particular irrumpe sobre lo general tendrá su rima con la interrupción del falsamente romántico reencuentro entre Camila y Gregg, ya en Nueva York y tras un año sin saber nada el uno del otro, a la manera de las Noches blancas de Dostoyevski y en medio de la nieve: ahí sonarán exactamente los mismos tonos telefónicos y el prosaico y urgente mundo real irrumpirá sobre lo literario, haciendo que la rueda vuelva a girar para la vida de la protagonista y provocando su huida de un escenario que la puesta en escena nos había situado previamente como idílico.
En los diálogos vertiginosos, que si bien nos dirigen a obras anteriores del director como Viola (quizá su cumbre al respecto), también podemos decir que nos transmiten una mayor desconfianza en el lenguaje que en el grueso de su filmografía, al encontramos el también paradójico reflejo de la desorientación vital de los personajes que los enuncian: no hay titubeos a la hora de pronunciar unos discursos que se revelan falsos o cuya enunciación brota con una seguridad inversamente proporcional a la convicción de llevarlos realmente a cabo, en lo que entendemos que muestra los estragos de los excesos literarios en la conciencia de sus protagonistas: a la hora de confrontarlos con la vida real, sufren y se diluyen, añadiendo un plus de decepción al puro transcurrir, siempre decepcionante, de los hechos.
Piñeiro nos muestra aquí un gusto particular por el detalle, al recurrir a bellos y evocadores primeros planos de objetos: el que entendemos como más significativo es un vaso verde, presente en la azotea bonaerense en la que transcurre una parte de la jornada-eje inicial sobre el que la película acaba siempre volviendo, y que podemos ver en dos ocasiones con un lapso de más de una hora de metraje, primero de día y después de noche, en una hermosa representación del paso del tiempo, o en la espantosa expresión de Jean Cocteau (que solo citamos para exorcizar su excesivo uso), de "filmar a la muerte trabajando".
Con el intento del personaje de Camila de traducir la obra de Shakespeare A Midsummer Night's Dream como tenue hilo argumental, algunas decisiones sencillas de Hermia & Helena resultan particularmente acertadas: la inserción de una página de la obra de teatro, mientras la protagonista duerme, nos traslada la medida de su obsesión por la tarea que realiza y que (supuestamente) es la que origina la marcha que a su vez hace que la vida de quienes la rodean se disperse en múltiples direcciones; por otra parte, el viraje del color en la secuencia que ejerce de remedo de Noches blancas, creando un irónico "momento eterno" que durará un suspiro.
El progresivo perfeccionamiento de Piñeiro, un cineasta que parece capaz de grandes logros a través de su culta y ambiciosa discreción, alcanza su momento culminante en la emotiva secuencia del reencuentro entre Camila y su padre biológico, en el que a través de la aparente frialdad de los largos planos del cineasta y aquí actor Dan Sallitt y la ya mencionada y aquí inspiradísima Agustina Muñoz finalizan en unas lágrimas en la oscuridad de una cama desconocida y nos traslada con ejemplar sensibilidad el efecto de una carencia afectiva de las que la compleja y frágil vida emocional de quienes la padecen jamás es capaz de reponerse del todo. Como bien hemos podido comprobar.
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