5 de octubre de 2018

Zinemaldia 2018 (5): Entre lo íntimo y lo histórico



Descubrir hace unos meses que la carrera del cineasta polaco Pawel Pawlikowski había comenzado con unos heterodoxos documentales sobre los rescoldos del antiguo bloque soviético, en uno de los cuales (Serbian Epics) aparecía el hoy popular escritor ruso Eduard Limonov pegando tiros desde las posiciones serbias en plena Guerra de los Balcanes, fue una sorpresa si tenemos en cuenta el estilo bello y preciosista del que ha hecho gala en sus dos últimas películas de ficción, pero no tanto si nos adentramos en su denso y documentado discurso histórico, profundo conocedor de las paradojas del Este de Europa y de los contradictorios materiales con que se construyeron los regímenes prosoviéticos que en su filmografía han dejado una profunda y nada complaciente huella y con los que sigue siendo capaz de discutir en dos sentidos: con la dura realidad que supusieron para la población que de hecho los vivió y con la interpretación que de ellos se hace en el presente. Es este último aspecto el que ha hecho que sus películas, en el contexto de la cinematografía polaca, resulten singulares (él mismo afirma al respecto: "soy una figura marginal, que es un buen sitio en el que estar") y, en nuestra opinión, mucho más valiosas que las aproximaciones últimas que el ya fallecido Andrzej Wajda realizó al respecto, marcadas por el ajuste de cuentas. 

Su nueva película, Cold War, parece en su arranque una nueva cala en el sendero inaugurado por Ida: imagen en un elegante blanco y negro, formato de 1.33:1, ubicación temporal en 1949 (diez años antes que entonces) y física en una zona rural de Polonia y protagonismo de la actriz Agata Kulesza, entonces la atormentada Wanda la Roja y ahora una un poco más risueña funcionaria pedagógica del gobierno comunista; en esta ocasión, su rostro, profundamente expresivo e incapacitado para la pose, nos muestra a un personaje más positivo, aunque, quizá, igualmente trágico. Pero ella no es aquí la protagonista, del mismo modo que Polonia y 1949 son solo una pequeña primera parte de la trama y que el equívoco título no alude, solamente, a la coordenadas en las que se configuró el gélido panorama geopolítico posterior a la II Guerra Mundial: con sutileza, sin grandilocuencia, con un adecuado uso de la elipsis, Cold War acaba virando en una película río que, con un espíritu cercano al melodrama, cuenta una historia de amor que empieza y termina en el rural polaco, con incursiones en Varsovia, Berlín, París y Yugoslavia.


A través de cuidadas composiciones, Pawlikoswski es capaz de transmitirnos el contexto en el que se ambientan: en la Polonia stalinista inicial, los encuadres son rígidos, estáticos, los rostros muestran hieratismo y la severidad de los gestos y palabras es glacial, a pesar del tono alegre y espontáneo de la propuesta de partida: la recuperación y potenciación de la música folclórica por parte del gobierno, a través de una escuela pública de nueva creación en la que la autenticidad de los cantos y las danzas parece ser el criterio para la selección de los alumnos. Una aparente muestra del nuevo estado de cosas tras la derrota del nazismo y de la legitimación popular que pretende el nuevo régimen prosoviético, en la que la trama se detiene y se recrea, creando una ambigua sensación de documental etnomusical (en afortunada expresión de Eulàlia Iglesias). Sin embargo, la propuesta es pronto empozoñada por la influencia de la escolástica stalinista, cuya exigencia mensajes institucionales y propagandísticos marca el punto de partida de la dispersión de los protagonistas: por un lado, Irena (la citada Agasta Kulesza), en total desacuerdo con las nuevas directrices, simplemente desaparece, y asumen todo el protagonismo la pareja formada por Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (una sobresaliente Joanna Kulig), con el apparátchik Kazcmarek (cuyo rostro está, no por casualidad, emparentado con el de Lavrenti Beria, lo que de nuevo nos remite a Ida) como sombra alrededor de ambos, pero incapaz de impedir la huida del primero a París.



Es en la capital francesa en la que, tras una primera elipsis de cinco años, la cámara y los rostros pierden la rigidez anterior, el jazz sustituye al folclore y Wiktor se va revelando como un personaje con unos toques de indolencia y malditismo, a la manera de los artistas fallidos, seguros de su talento pero también de sus pocas posibilidades de triunfo a causa de un entorno desfavorable y de una escasa inclinación hacia la tenacidad: aunque, también, en su actitud hay un fondo de integridad y de entrega hacia su amada que lo redimen. Zula, en cambio, hace gala de una gran capacidad de adaptación y demuestra siempre una fortaleza y capacidad de decisión superiores a las de su par masculino, además de un talento como cantante capaz de destacar en contextos tan distintos como los que va transitando con habilidad la película. Buena parte de su personalidad queda al descubierto en su primera conversación privada con Wiktor, ya en la primera parte de la película, cuando al ser preguntada sobre los rumores de parricidio aclara de esta forma lo sucedido: 
Me confundió con mi madre y le enseñé la diferencia con un cuchillo.
Otra sentencia memorable la pronunciará en París, dirigida de nuevo a Wiktor en plena crisis de su relación, aludiendo a un productor francés: 
Me folló seis veces en una noche. No como cierto artista polaco en el exilio. 
Los cambios físicos de Zula, así como su actitud, por veces y en apariencia caprichosa y, en otras ocasiones, reflejo de la dura época que le toca vivir, son el motor de una película que acaba por trascender su apariencia inicial y en la que los dos actores principales (y algunos sorprendentes secundarios, desde Kulesza hasta una Jeanne Balibar cuyo pequeño papel rima a la perfección con el interpretado en Barbara) se revelan como un extraordinario acierto, al igual que la hasta entonces inédita Agata Trzebuchowska lo fue en Ida (su única película). 




El tono inevitablemente melancólico se va apoderando de una historia que poco a poco estrecha las pocas salidas de sus protagonistas, y a través de su recorrido de tres lustros va agrandando su significación histórica a través de lo íntimo, con sus constantes giros desde la película histórico-folclórica que parecía en su arranque (con gigantesco retrato de Stalin incluido) llegando al melodrama y a un desenlace a lo bunraku japonés, pasando por la arriesgada pero sensible incursión en un campo de trabajos forzados en el que de nuevo la fortaleza del actor protagonista, Tomasz Kot, se ve agrandada con su inequívoco aspecto de hombre famélico, con el pelo rapado y los dedos y su dubitativa carrera como músico liquidadas sin remedio.



Buen conocedor de las derivadas más trágicas de la existencia a través de un itineriario biográfico difícil, Pawlikowski parece haber conseguido con sus dos últimas obras un estilo reconocible, clasicista y sutil, entre lo romántico y lo histórico, acompañado de un gran director de fotografía como Lukasz Zal y tomando el testigo de cineastas como David Lean o de novelistas como el Milan Kundera de La insoportable levedad del ser, para ofrecernos una obra cuyo aspecto íntimo se resume en una máxima reciente del periodista Manuel Jabois: 
Porque hay una certeza con respecto al amor: si dudas, vete. 
y cuyo aspecto histórico vendría a rimar en espíritu con este poema del disidente revolucionario Victor Serge, escrito no en vano en el mismo exilio de París que conocen los protagonistas de Cold War
Si hemos sublevado pueblos y hecho temblar la tierra de los continentes 
fusilado a los grandes, destruido los viejos ejércitos, las viejas ciudades, la viejas ideas, 
comenzado a rehacerlo todo de nuevo con esas viejas piedras mancilladas, esas manos fatigadas y ese poco de alma que nos queda,
no es para mercadear hoy contigo,
triste revolución, nuestra madre, nuestro hijo, nuestra carne, 
nuestra alba decapitada, nuestra noche constelada toda de través 
con su Vía Láctea inexplicable y desgarrada. 

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