Hace unos meses, decidí abrirme una cuenta en la red social Letterboxd, a pesar de que entonces (y ahora) estaba plenamente convencido de las derivadas indeseables a las que conduce la presencia en cualquier sitio web que, como Facebook o Twitter, exijan por un lado una exhibición pública y frecuente de actos de relevancia dudosa y, por el otro, fuerce a conocer actos semejantes de personas que, en algún caso, ya no forman parte de nuestro presente, prolongando artificialmente relaciones ya extintas. Pero, por más que el discurso en contra de las redes sociales suene digno y razonable, la perspectiva de que se tratase de una web "sólo" sobre cine y que ofreciese algunas utilidades prácticas que complementasen a FilmAffinity, que entonces y ahora he usado a modo de base de datos de películas vistas, me llevó a un lugar en el que, como las otras tres citadas redes en las que estoy presente, es fácil entrar, pero mucho más difícil salir.
Uno de los usos más aparentemente interesantes de Letterboxd es la de poder hacer listas, públicas y privadas, muy visibles y atractivas, de películas de cualquier clase y condición, y a finales del pasado mes de enero decidí hacer la primera, para publicarla de forma inmediata en Twitter, bajo el epígrafe: "Mi primera lista en Letterboxd". La irrelevancia, tanto de la lista en sí como de su exhibición pública, parece obvia, pero en las redes sociales la obviedad no es un obstáculo para que el ego campe a sus anchas; como derivada, la inseguridad y la puesta en cuestión de uno mismo cuando el ego no recibe el aplauso esperado. La evidencia de un razonamiento semejante me hizo borrar el tuit a los pocos minutos y convertir la lista pública en privada.
La historia no daría más de sí si no fuese porque, al día siguiente de hacer la lista en cuestión (de las diez películas más destacadas vistas en el mes de enero) pude ver, tras muchos y sucesivos aplazamientos, las tres partes que conforman La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, con el añadido de Chile, la memoria obstinada, secuela realizada dieciocho años después de la terminación de El poder popular. La lista de "mejores películas vistas en enero" quedaba vieja y superada el día 1 de febrero por una obra de relevancia histórica y cinematográfica mayor que cualquiera de las destacadas durante los 31 días anteriores, lo cual me impulsó a hacer un nuevo tuit anunciando la buena nueva. Por suerte, la publicación en cuestión no llegó a existir y el afán por contar en público y en tiempo real este hecho dio paso a una reflexión: ¿por qué tanto aplazamiento, por qué tardé tantos años en ver una película que difícilmente podía interesarme más y que llegó después de (casi todo) el resto de la obra de Patricio Guzmán (incluyendo un ignoto largometraje cubano de ficción, La rosa de los vientos) y de algunos libros sobre la presidencia de Salvador Allende y el proceso que llevó hasta el golpe de Estado militar de 1973, como el sobresaliente Allende y la experiencia chilena, de Joan Garcés, cuando La batalla de Chile es, seguramente, origen y la fuente primigenia de buena parte de los numerosos estudios y películas realizados después sobre unos acontecimientos que marcaron a fuego la historia del siglo XX y que explican buena parte de nuestro presente?
Un pequeño esfuerzo de memoria trajo la respuesta: la primera vez que me disponía a ver La batalla de Chile, en una sesión del Cineclube de Compostela, fue el 11 de marzo de 2004, el mismo día de los atentados yihadistas en Madrid de los que acaban de cumplirse 14 años. La sesión se suspendió por aquellos atentados, aunque recuerdo haber pasado el resto de aquel día con los miembros del cineclub como si hubiese algún imperativo, política y humanamente, que nos forzase a no separarnos de ningún modo mientras no apareciera una respuesta, una explicación o una traducción, a términos que todos entendiésemos, de aquel inesperado y trágico acontecimiento.
Unos meses después llegué a Madrid desde Santiago de Compostela en un autobús nocturno y el primer edificio que reconocí con los primeros rayos de sol al llegar a una ciudad que entonces no conocía fue la estación de Atocha, principal escenario de aquellos atentados. Entonces estaba lejos de saberlo, pero aquella visita -infructuosa- para buscar piso con el fin de cumplir unos objetivos académicos muy concretos se convertiría solo en el primer paso de un largo proceso en el que la ciudad de Madrid se convertiría en la mía. Patricio Guzmán, en su documental titulado sencillamente Madrid, dice:
Es necesario traspasar la parte moderna de Madrid para encontrar la segunda ciudad, la que yo recuerdo. Es aquí donde está la intimidad: adentro del primer Madrid hay otra ciudad, otra civilización, rodeada de silencio. (...) Hay un espacio más misterioso que nos espera en el fondo del fondo: allá, muy lejos, en el interior.Y, más tarde, añade:
Durante 300 días al año, la gente se despierta con un cielo luminoso encima de su cabeza. Durante algunos días, he caminado debajo de este cielo azul sin darme cuenta que éste alimenta la alegría de Madrid. No conozco ninguna otra ciudad de Europa con un cielo tan puro, tan grande.De aquella primera visita llegó el descubrimiento, casual, paseando durante las horas muertas entre piso y piso, de la feria de libros de la Cuesta del Moyano. No casualmente, sino con intención, llegó el descubrimiento, pocos días después, del cine Doré, cuya impresión solo es comparable a la de la primera vez que hablé contigo. Debería olvidarla, como habrás hecho tú, pero no puedo.
En los compases finales de la tercera parte de La batalla de Chile impacta la presencia de Ernesto Malbrán, director de Relaciones Industriales en el gobierno de la Unidad Popular y reconvertido en actor en el exilio, con un dominio del verbo y un didactismo cuya transparente honestidad era solo comparable a la del propio Salvador Allende ("siempre tuvo la virtud de vivir y de hablar con más pasión que los otros", dice Guzmán sobre él). Malbrán reaparece como el personaje más memorable de Chile, la memoria obstinada, el documental que rastrea las huellas de la película original en el Chile de 1997, afirmando:
La Unidad Popular era como esa nave de soñadores que avanzaban con un sueño colectivo que se hizo pedazos.Y concluyendo:
Somos como un cementerio, donde duermen todos los que hemos sido. Pero esos que hemos sido no están muertos, porque despiertan al menor conjuro cotidiano.
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