11 de junio de 2020

El cine de Jim Crow


Este dibujo fue publicado en la revista ilustrada francesa Le Monde Illustré en 1873 y corresponde a una manifestación celebrada en Madrid pidiendo la abolición de la esclavitud. Dicha abolición no llegó hasta 1886, a través de un decreto que liberaba a los 30.000 esclavos que quedaban en la isla de Cuba, entonces el único territorio bajo administración del Estado español en el que seguía siendo legal; a pesar de esta disposición, España todavía tendría tiempo para dejar una última huella en su presencia en Cuba con la política de reconcentración llevada a cabo por el general español Valeriano Weyler, marqués de Tenerife y duque de Rubí, en 1896, durante la guerra de Independencia de la isla y que en la práctica supuso la invención de los campos de concentración, una de las aportaciones españolas a la historia universal de la infamia.

Sobre la esclavitud en España y sobre guerras coloniales tan crueles como la cubana el cine español ha pasado de puntillas, cuando no las ha ignorado; todavía en 2016, el mismo año en que se publicó el muy imperialista ensayo Imperiofobia y leyenda negra, de María Elvira Roca Barea (convertida en estrella mediática poco después), llegó a las carteleras una producción española con un tono abiertamente colonial y continuador de uno de los mitos del franquismo, 1898. Los últimos de Filipinas, de Salvador Calvo. Sí existe un buen número de películas cubanas que tratan la historia colonial española en la isla caribeña con el rigor y la dureza que corresponde, como Maluala (1979) y El otro Francisco (1975), de Sergio Giral; Páginas del diario de José Martí (1972), de José Massip o La primera carga al machete (1969), de Manuel Octavio Gómez. 

En Estados Unidos, la Proclamación de la Emancipación promulgada por el presidente Abraham Lincoln llegó en 1863 y fue complementada con la Decimotercera Enmienda a la Constitución, de abolición permanente de la esclavitud, de 1865 y la Decimocuarta, de 1868, que define la ciudadanía nacional, obliga a los Estados a proteger la igualdad de las personas y encomienda al Gobierno federal la garantía de estos derechos. El cine estadounidense sí tuvo un especial interés en reflejar estos asuntos, pero de manera muy particular: construyendo una narrativa que atacaba la Decimocuarta Enmienda, convertía a los que lucharon contra sus disposiciones en refinados y caballerosos héroes o en simpáticos y genuinos rebeldes, y legitimaba a través de una racista visión de la historia lo sucedido a partir de 1873 con las Leyes Jim Crow y el Compromiso de 1877, que supuso una absoluta marcha atrás de lo conseguido tras la Guerra de Secesión y se tradujo en la consagración legal en los antiguos estados de la Confederación de la segregación racial y de la pérdida de la ciudadanía para la población afroamericana. 

Hace pocos días, el periodista estadounidense Ryan Grim escribía: 
Los confederados no solo eran racistas y traidores, también eran perdedores. Perdieron una sola elección y abandonaron el país, luego perdieron la guerra y fingieron rendirse para poder intentar el terrorismo. Conspiraron para asesinar al presidente, al Secretario de Estado y al Secretario de Guerra. Tuvieron éxito disparando a Lincoln en la parte posterior de la cabeza. Apuñalaron a Seward [secretario de Estado con Lincoln] mientras dormía y ya estaba herido. (...) Su campaña de terror incluyó el asesinato de miles de negros liberados a quienes trabajaron asiduamente para desarmar. De nuevo, porque tenían miedo de luchar de manera justa; preferían a sus enemigos desarmados. A través de una campaña de violencia e intimidación a los votantes, que incluyó muchos asesinatos de funcionarios electos blancos y negros, hicieron costoso continuar manteniendo a las tropas federales en el sur. 

El que una descripción así resulte chocante solo se puede explicar por la labor que cierto cine estadounidense se encargó de hacer, particularmente entre las décadas de los 30 y los 60 del pasado siglo. Es en este contexto en donde se ubica Lo que el viento se llevó, película de 1939 pero, al contrario de lo que se ha venido argumentando estos días a propósito del episodio por el cual la plataforma HBO decidió retirarla para añadirle una explicación contextual, no es una traducción del punto de vista de la época en la que se realizó: en 1939 ya existían cineastas afroamericanos con larga trayectoria, como Oscar Micheaux; ya existían películas que se atrevían a denunciar la ideología y el estilo de vida confederado, como Jezabel (1938) de William Wyler, o la correspondencia entre los confederados y el fascismo contemporáneo, como Black Legion (1938) de Archie Mayo. 

Añadamos más: dos décadas y medio antes, en 1915, la llegada a los cines de El nacimiento de una nación de D.W. Griffith tampoco fue una neutra traslación a imágenes del sentido común de su tiempo; cayó con el suficiente impacto como para incentivar un renacimiento del Ku Klux Klan, desmantelado desde 1871 por el Acta de Derechos Civiles del que fue, en la práctica, el único presidente consecuentemente antiesclavista, el antiguo comandante general del Ejército de la Unión Ulysses S. Grant. El líder del nuevo KKK, William Simmons, al tener conocimiento del éxito de la película en otras ciudades, acudió al estreno en Atlanta, el 6 de diciembre de 1915, ataviado con sábanas blancas y acompañado de uniformados confederados, después de haber estado agitando la proyección con anuncios de prensa sobre el renacimiento de su criminal organización y haber quemado una gran cruz en Stone Mountain diez días antes, lo que justificó con las siguientes palabras: "Algo va a suceder la próxima semana que dará al nuevo orden un tremendo impulso popular".


Algunos de los grandes estudios de cine estadounidenses tuvieron durante décadas una política clara al respecto de los estados sureños: la dulcificación de la segregación racial y la romantización de la causa esclavista de la Confederación. El Comité de Actividades Americanas asumiría como propios estos puntos de vista, señalando como particularmente sospechosas las relaciones interraciales y el desnudamiento de la opresión legal de los afroamericanos. Por más que esta circunstancia se obvie con demasiada facilidad, películas como El maquinista de la General (1926), de Buster Keaton y Clyde Bruckmann, El juez Priest (1934) y su remake, El sol siempre brilla en Kentucky (1953), de John Ford; Camino de Santa Fe (1940), de Michael Curtiz o la sucesión de largometrajes sobre la supuesta figura heroica de Jesse James participaron de esta cosmovisión, así como buena parte del género del western. Estas circunstancias explican una crítica como la que se publicó en el número 22 de la revista española Nuestro Cine, de 1963 a propósito de Río Grande, y firmada por el futuro cineasta Antxon Eceiza, en la que se vertían afirmaciones como las que siguen: 
El culto a la violencia, la misoginia, la falta de sentido cívico, el irracionalismo de las normas y actitudes vitales de unos mercenarios empeñados en una guerra colonial se nos presentan como virtudes sencillas, nobles y campechanas de una vida sana y primitiva, no perturbada por la civilización. El parecido entre estos conceptos y los que murieron en la guerra mundial bajo las bombas de los aliados es total. Ni siquiera falta el racismo para completar el cuadro de semejanzas. 
La influencia de este cine sudista fue tan poderosa que explica que hoy tengamos múltiples ejemplos del término despectivo "carpetbagger" pero no tengamos ni un relato cinematográfico poderoso de la lucha federal por el cumplimiento de la igualdad racial recién (y provisionalmente) conquistada tras la Guerra de Secesión; que el retrato canónico de un líder antiesclavista de la importancia de John Brown sea el del fanático perturbado al que encarnó Raymond Massey y no la que nos dejó Henry David Thoreau en sus textos o que, pese a los intentos de Quentin Tarantino al respecto ("la esclavitud es el equivalente estadounidense al Holocausto", llegó a afirmar), todavía hoy llame la atención saber que las leyes Jim Crow, que consagraron la larga noche para la condición afroamericana en buena parte de los Estados Unidos durante casi un siglo, fueron la principal fuente de influencia para las leyes nazis de Nurenberg, promulgadas por el gobierno de Hitler en septiembre de 1935, con un resultado que jamás deberíamos olvidar.

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