Han pasado ya más de tres semanas desde que se inició el Festival de Donostia (y dos desde que finalizó) y sus ecos, lejos de apagarse, van creciendo, aunque tomando distintas tonalidades según algunas películas vistas entonces se estrenan comercialmente, adquieren repercusión o van creciendo en nuestra memoria. Aunque tan cierto como lo anterior es que otros recuerdos o sensaciones del festival van menguando o incluso se desvanecen de súbito, en un duro despertar que a veces se parece demasiado al de la protagonista de Mommy cuando el semáforo se pone en verde y el 1:85.1 se encoge para siempre...
Algo así también sucede en Boyhood, la última gran película de Richard Linklater que pasó a formar parte de Zinemaldia al ser emitida el primera día del festival con motivo de la entrega del premio FIPRESCI Internacional de 2014. Y lo vemos cuando, hacia la parte final, el protagonista, Mason, abandona la modesta casa materna, tal vez para siempre, con una tranquilidad rayana en la indiferencia y su madre, interpretada por Patricia Arquette, llora y se da cuenta de que ahí se termina toda una vida de lucha, sufrimientos y errores: una vida que ahora interpreta inútil, que la conduce a una irremediable soledad y que la convierte, por duro que suene, en material fungible para la siguiente generación. Y ahí es donde, casi sin quererlo, se nos aparecieron de repente Yasujiro Ozu, Chishu Ryu y Setsuko Hara y todo lo que simbolizaron y la película adquirió de repente la trascendencia que hasta entonces parecía faltarle.
Porque durante buena parte del metraje, Boyhood parece una idea excepcional (rodar durante doce años con los mismos actores para mostrar el transcurrir de una vida desde los 6 hasta los 18 años) trasladada a la pantalla con fluidez y sin alardes. Lo estridente, en este caso, es el cambiante entorno familiar al que se enfrenta el protagonista, con un padre en principio ausente y una madre muy desafortunada en sus elecciones sentimentales, a pesar del distinto origen y condición de sus dos sucesivos maridos. Pero todo ello parece dejar pocas señales en Mason, que no deja de transmitir serenidad y madurez y en ningún caso la narración lo conduce por los esperables senderos de la adolescencia conflictiva, de los problemas con el alcohol o con las drogas (la única "borrachera" que vemos es tan leve que a cualquier espectador de edad adulta le costará reconocerla como tal).
Y conforme vamos viendo el transcurrir del tiempo, de forma tan suave que a veces nos cueste darnos cuenta que hemos cambiado de año, notamos ciertas huellas en el cuerpo y la mirada de los protagonistas y en sus actitudes vitales. Por un lado la poca suerte de Patricia Arquette, que primero se casa con un supuestamente encantador profesor de antropología que, en pocos años, vira en un alcohólico sádico del que tienen que huir sin mirar atrás, y posteriormente con joven y poco inteligente ex soldado en Iraq y funcionario de prisiones (y en estos dos personajes vemos que Linklater atiza a izquierda y derecha, a intelectuales y hombres duros, como dos caras de la misma moneda: una autocrítica visión del mundo masculino que en, cierto sentido, lo conecta con Nuri Bilge Ceylan). Y por otra parte, el errático discurrir de Ethan Hawke, primero como el padre guadianesco que, pese a sus ausencias y su responsabilidad intermitente, tiene una relación de cierta complicidad con sus hijos hasta que su segundo matrimonio y su inserción en una familia religiosa y conservadora marcan su poco estimulante punto de llegada, para decepción de Mason.
La presencia de Lorelei Linklater, hija del director, como la hermana del protagonista no parece, en absoluto, inocente, y tal vez ahí estemos viendo una poco velada autocrítica del cineasta hacia sí mismo y hacia su generación. Frente a unos padres perdidos y desorientados, unos jóvenes sensatos y con las ideas claras, aunque la esperanza de Linklater no es distinta de la que ha existido en todos los lugares y en todas las épocas: que los errores no se hereden y que las faltas cometidas sirvan de ejemplo para los que nos sucedan. Seguramente si Julie Delpy y el Ethan Hawke de Antes del amanecer hubieran visto Boyhood el día en que se conocieron, hubieran estado más convencidos de lo que entonces estaban de la conveniencia de estar separados nueve años y de madurar por separado antes de embarcarse demasiado pronto en lo que el mismo Hawke y Patricia Arquette desgastan casi antes de empezar; o quizá no. Quizá no hubieran concluido nada, al igual que nosotros no podemos concluir de esta notable película más la ligera intuición de que en la vida no hay reglas, que nada se aprende más que sobre la marcha, que la ignorancia no es el punto de partida sino, probablemente, el punto de llegada y que, por mucho que nos empeñemos, somos demasiado olvidables y prescindibles como para pretender dejar huella con el más leve paso que damos. Aunque, pese a todo, alguna vez podamos hacernos la misma ilusión que este poema del olvidado Vicente Escolar:
Ya que tenemos que morir
que sea pues
después de haber vivido
no solos y
desesperados
como viejos
románticos
sino como hombres y mujeres
híbridos de ser mortal
e inmortal que somos.
1 comentario:
"Quizá no hubieran concluido nada, al igual que nosotros no podemos concluir de esta notable película mas la ligera intuición de que en la vida no hay reglas, que nada se aprende más que sobre la marcha, que la ignorancia no es el punto de partida sino, probablemente, el punto de llegada y que , por mucho que nos empeñemos, somos demasiado olvidables y prescindibles como para pretender dejar huella con el más leve paso que damos". No tengo palabras, con estas tuyas suficiente....Hiciste que quiera volver a ver la peli. :)
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