En la rueda de prensa posterior al pase que en el Kursaal 1 se realizó de El autor, película que compitió (sin éxito) en el reciente Festival de Donostia, el director Manuel Martín Cuenca hizo estas contundentes declaraciones:
Esa idea de trascender, de hacer grandes películas... Igual estamos un poco haciendo el imbécil.
Unas palabras así, escuchadas en boca de un cineasta español y después de haber visto una película suya que supone una cierta ruptura con toda su obra anterior, suponen un motivo de alegría: es muy poco habitual que alguien, en cualquier ámbito pero especialmente en el artístico, sea capaz de hacer autocrítica, no solo de palabra, sino también cinematográficamente hablando; a veces, es el único camino para crecer. Por otro lado, casan muy bien con el espíritu de la obra de Javier Cercas, el autor de la novela El móvil que inspira este largometraje, que en su día dejó escrito:
Cuando pierdes de vista que el éxito es obra del azar y no del mérito estás acabado.
Dicho esto, tenemos que añadir que El autor, siendo una buena película, nos parece la menos meritoria de un director, que, al igual que Jaime Rosales (cuya trayectoria presenta interesantes similitudes con la del realizador de La flaqueza del bolchevique), parece tener que reinventarse en cada nuevo proyecto ante la falta de reconocimiento que sus obras van cosechando, con independencia de la valía de las mismas (notable, en nuestra opinión, en el caso de Caníbal y sobresaliente en el caso de la ignorada La mitad de Óscar).
En cualquier caso, El autor, tras los dos largometrajes citados, supone un giro hacia la sencillez en el que también hay espacio para que Martín Cuenca nos deje pistas de su habitual maestría técnica: en su tratamiento del sonido y de la luz (el rostro del protagonista, Álvaro -Javier Gutiérrez-, se ve inundado por el sol, alcanzando una limpidez que por momentos parece reflejar los aspectos más siniestros de su personalidad; por otro lado, los colores de la noche sevillana, con el puente de Triana como elemento geográfico de referencia, son captados con gran belleza) y en el juego platónico de sombras reflejadas en el patio interior, trasunto del mito de la caverna, que va conformando el pequeño teatro a través del cual el aspirante a novelista que pretende ser el personaje principal pergeña sus manipulaciones y traiciones a las personas reales en beneficio de sus creaciones de ficción.
También destacan, por su oportunidad y su potencial metafórico, los primeros planos de objetos que definen la personalidad de algunos vecinos con los que se relaciona Álvaro, en especial en el caso de la chismosa portera (el cuadro de un niño sonriente tras la primera relación sexual entre ambos da lugar a uno de los momentos más inspirados de la película) y del militar ajedrecista de transparente discurso antidemocrático, que abarrota sus agresivas paredes de animales disecados.
Algunos elementos comunes a los narradores de Javier Cercas están muy presentes en Álvaro: su escaso sentido del ridículo y una desubicación con el mundo que progresivamente se va acentuando, mientras actúa como una especie de demiurgo que cree poder manipular literariamente a su entorno. El problema es que todos los que le rodean tienen una fuerte autenticidad, menos él, cuya naturalidad es tan aparente y buscada que termina por dejar de existir. El propio Cercas, también presente en la rueda de prensa posterior, describía este proceso así:
Esta película nos muestra que los escritores somos caníbales, devoramos todo lo que está a nuestro alrededor. Pero en el protagonista hay una dignidad casi heroica, quiere ser escritor por encima de todo.A lo que agregó Martín Cuenca:
Más allá de premios y reconocimientos, me siento como el protagonista. Es un proceso que desde fuera puede parecer necio, pero tiene una carga de profundidad muy seria.o, como afirmaba en número 227 de la revista Academia:
Lo que me encantó de la novela fue la ambigüedad de no saber si su personaje principal es un completo idiota o un genio en ciernes y el hecho de que todo me sonaba familiar en sus actos. Como si el camino para desembocar en la más absoluta necedad fuera exactamente el mismo que lleva a al genialidad.
El autocuestionamiento del cineasta almeriense viene por boca del personaje de Antonio de la Torre, profesor en el taller de escritura al que acude el protagonista y que no deja de reprocharle a su alumno una tendencia a la ficción más desapegada de su entorno inmediato, con unas palabras que parece dirigirse a sí mismo el autor de El autor: lo que le falta a su obra es "vida" ("vivir, mirar, escuchar" es su invariable receta), en el sentido más pleno de la expresión, cuando solo es capaz de vivir manipulando y ordenando lo que le rodea de forma artificiosa e inauténtica.
La presencia de la reflexión teórica sobre el propio arte como ingrediente que acompaña y da sentido a las motivaciones de sus personajes también está muy presente en este largometraje, como transparente influencia del propio Cercas, desde la primera conversación del protagonista, en la notaría en la que trabaja, con un compañero que defiende la novela de masas con un discurso reiterativo y vulgar (y con un aire acondicionado ruidoso de fondo), como paso previo a su pérdida del empleo; hasta la misma separación de su mujer, una escritora de éxito interpretada por María León a la que reprocha el poco fuste literario de su actividad; pasando por la teoría del drama que se intenta pergeñar en las clases de escritura y que irá guiando los cada vez más desquiciados pasos de Javier Gutiérrez.
Con una parte final en la que, definitivamene se sitúa a la par del protagonista de Él, de Luis Buñuel, Álvaro se constituye en un ejemplo de personaje de carácter en el mismo sentido ferlosiano que se relataba en El vientre de la ballena: sus actos no obedecen a intereses narrativos, sino psicológicos, se centra en la "pura manifestación" que prescinde del hilo y del desenlace, se convierte en el arquetipo puro por elección propia y como el protagonista de aquella novela, cree que escribir es
la única posibilidad que yo tengo todavía de llegar a ser un personaje de carácter, de librarme de la angustia destructiva del personaje de destino que llevo dentro y que soy
hasta el punto de ignorar cualquier consecuencia subsiguiente del reforzamiento del propio ego. Algo que, afortunadamente, Martín Cuenca ha sido capaz de exorcizar.
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