La presencia de Vergüenza, unida a la emisión, en la sección oficial, de La peste de Alberto Rodríguez, aunque solo de sus dos primeros capítulos y fuera de competición, es menos novedosa de lo que pudiera parecer, puesto que ya en la edición de 2014 esta misma sección abrió sus puertas con una creación análoga de Bruno Dumont, P'tit Quinquin, si bien su carácter inicial de serie quedó severamente cuestionado con su estreno posterior en salas comerciales. La polémica al respecto fue inexistente durante el festival donostiarra, como si las energías que al respecto se gastaron en la más reciente edición de Cannes hubieran cancelado el debate sobre la legitimidad o no de introducir formatos seriados; en ello también influyó que su ubicación horaria las situase en un lugar muy secundario, como una pequeña muestra de apertura del certamen, y que fuésemos muy pocos quienes nos animamos a apartar más de cuatro horas de unos apretados horarios para apreciar las bondades (reales) del último trabajo del autor de Gente en sitios.
Tanto L'amant d'un jour como The Day After mostraron que ni Philippe Garrel ni Hong Sang-soo, al contrario que algunos otros cineastas consagrados, han dedicado este año a cubrir el expediente y ofrecieron lo mejor de sí mismos en dos inspirados largometrajes que, por méritos propios y en compañía de la ya glosada La douleur, se situaron en la cúspide de cualquier sección del festival; por este motivo, ambas películas merecen tratamiento aparte. A la par que las citadas se situaron el melancólico documental brasileño No intenso agora, de Joao Moreira Salles, de profunda significación política y generacional y un fuerte derrotismo de fondo, que también analizaremos con detenimiento, y, procedente de Locarno, 3/4, primera obra de ficción de Ilian Metev y magnífica en su labor de captación cinematográfica de lo cotidiano. Trufada de conversaciones casuales y rodada casi toda a través de travellings de seguimiento hacia atrás, la trama está nucleada alrededor de una familia, compuesta por un padre astrofísico y dos hijos adolescentes, y de una audición de piano en la que la hija mayor, Mila, cifra sus esperanzas de futuro; su relación con su hermano menor Niki, de indiscutible complicidad, sufre ante la novedosa inmersión en el estrés ante una prueba académica cuya omisión, mediante una elegante e inesperada elipsis, mostrará de forma definitiva la opción por la sutileza y las cualidades de 3/4 como obra memorable. La lograda naturalidad entre ambos hermanos se logra a través de conversaciones tan inspiradas como la que comienza con estas interrogaciones a cargo del pequeño de la familia:
La película búlgara cuenta con una fotografía naturalista aunque tenuemente oscurecida en uno de los escenarios clave, la cocina, en la que se nos muestra la personalidad del padre en sus intercambios verbales con sus hijos mientras corta tomates y pimientos. Otro escenario de importancia es la habitación de ella, a través de la cual, con muy pocos elementos, vemos representada su solitaria inseguridad y su aflicción ante una responsabilidad que la abruma; ante esta situación, cada irrupción de los otros miembros de la familia se ve como la profanación de un territorio sagrado, lo que no deja de mostrar una visión particularmente acertada del mundo adolescente que ella sufre con intensidad. Con cierto aire de familia con el cine rumano más reciente (algún plano rodado desde el pasillo, aprovechando los huecos de las puertas, nos remite a Sieranevada), una parte final nocturna en la que una soberbia iluminación convierte a los protagonistas en figuras espectrales y surge de nuevo la espontaneidad verbal, en este caso de la hija hacia el padre:
Una sensación opuesta a la de la obra de Ilian Metev es la que nos transmite The Square, seguramente lo peor que ha realizado hasta ahora Ruben Östlund y cuyo defecto primordial, del que derivan los demás, es una inflación de discurso que se come cualquier posible reflexión formal. El cineasta sueco está tan interesado en incomodar al espectador a toda costa que se olvida de la coherencia narrativa o de la funcionalidad estética, aunque no sea un director poco talentoso en sí mismo. Sus mandobles son, en realidad, muy ambiguos, porque al mostrar desagradable paradoja tras desagradable paradoja, sin gradación ni medida, acaba por ofrecer una visión tan atrozmente cínica de la condición humana y de la sociedad sueca que el propio director parece situarse como una suerte de demiurgo moral que observa siniestros contrasentidos hasta en las acciones más banales: no hay, pues, mejor ni peor, sino una podredumbre generalizada (y por lo tanto, si todo es condenable, nada lo es). Si algo nos queda claro con The Square es que en el mundo de Östlund nadie está a su altura, y que el festival de Cannes haya decidido premiar un cine tan exageradamente aleccionador ofrece un mensaje desolador, aunque el mundo actual parezca, a veces, pedirlo.
Aunque la destacada presencia de Moreira Salles acabó por dejarlos en un lugar secundario, aparecían como atracciones de Zabaltegi los últimos trabajos de dos de los más importantes documentalistas de las últimas décadas, Raymond Depardon y Frederick Wiseman. El primero presentó la discutible 12 jours, en la que recoge reveladoras conversaciones entre enfermos psiquiátricos y jueces durante la vista en la que se decidirá si el paciente continúa internado o puede volver a la calle. Decimos "discutible" porque, más allá de la corrección formal de unos primeros planos semilaterales sobre fondo blanco y de unas secuencias de transición, correctas pero anodinas, en las vemos pasillos de hospital, rejas y jardines interiores, tenemos serias dudas sobre la oportunidad de la inclusión de algunos pacientes cuya gravedad y estado de confusión mental hace que sus intervenciones se acerquen, de manera peligrosa, al humor involuntario. De los diez pacientes entrevistados, solo tenemos dudas sobre la decisión final del juez en dos de ellos: una trabajadora de Orange, víctima de un fuerte acoso en el entorno laboral, y una joven indigente y madre, separada de su hijo, que destacan entre una pléyade de personajes con los que Depardon demuestra que parece muy poco interesado en abrir nuevos caminos, en abierta contradicción con el espíritu de la sección.
Por su parte, Wiseman mostró Ex Libris: New York Public Library, en la que traslada su cadencia y estilo habituales a la Biblioteca Pública de Nueva York. Sin abandonar su habitual exhaustividad, en esta ocasión la excesiva fidelidad del cineasta a su método parece desembocar un conocimiento limitado de la institución: hay una escasa presencia de los libros y de los silenciosos usuarios que leen que, si bien, como deja clara la tesis central del largometraje, verbalizado por una de las expertas que aparecen ante la cámara, una biblioteca no es ya solo un almacén de libros, sino de un medio de acceso al conocimiento por las más diversas vías, parece que en la demostración de ese principio el objeto que está en el origen de la etimología del término "biblioteca" queda soslayado en exceso. Por otra parte, las reuniones del equipo rector de la biblioteca para decidir su rumbo resultan un tanto reiterativas (las ideas-fuerza que no dejamos de escuchar son: la ejemplar colaboración público-privada en la administración del organismo y la necesidad de reducir la brecha digital entre los habitantes de Nueva York a través de los servicios de internet para los usuarios), pero ello se compensa con la variedad de las múltiples actividades en las que el autor de National Gallery se recrea con morosidad, desde las clases de baile hasta los talleres infantiles, improvisaciones teatrales o, sobre todo, los conferenciantes que acuden a la institución (empezando, como declaración de intenciones, por Richard Dawkins y su defensa del ateísmo y de los derechos de los laicistas) y que van mostrando un mosaico de la historia y la cultura neoyorquinas en la que Wiseman se sumerge durante más de tres horas hasta dejar un significante mapa de esta, a partir de ahora y gracias al cine, canonizada institución.
-¿Has conseguido comunicarte con las ardillas? ¿Alguna vez te han expulsado de clase por comer corteza de árbol?
-Sí.
La película búlgara cuenta con una fotografía naturalista aunque tenuemente oscurecida en uno de los escenarios clave, la cocina, en la que se nos muestra la personalidad del padre en sus intercambios verbales con sus hijos mientras corta tomates y pimientos. Otro escenario de importancia es la habitación de ella, a través de la cual, con muy pocos elementos, vemos representada su solitaria inseguridad y su aflicción ante una responsabilidad que la abruma; ante esta situación, cada irrupción de los otros miembros de la familia se ve como la profanación de un territorio sagrado, lo que no deja de mostrar una visión particularmente acertada del mundo adolescente que ella sufre con intensidad. Con cierto aire de familia con el cine rumano más reciente (algún plano rodado desde el pasillo, aprovechando los huecos de las puertas, nos remite a Sieranevada), una parte final nocturna en la que una soberbia iluminación convierte a los protagonistas en figuras espectrales y surge de nuevo la espontaneidad verbal, en este caso de la hija hacia el padre:
-¿Te sientes solo? ¿No te preguntas por qué te lo pregunto?y tres personajes sólidos, muy bien construidos, entre los que se trenza una relación hermosa y auténtica, 3/4 acaba por convertirse en, pese a todo, una película luminosa, cuyo final desenfadado consigue que huyamos, por fin, del espacio del conflicto.
Una sensación opuesta a la de la obra de Ilian Metev es la que nos transmite The Square, seguramente lo peor que ha realizado hasta ahora Ruben Östlund y cuyo defecto primordial, del que derivan los demás, es una inflación de discurso que se come cualquier posible reflexión formal. El cineasta sueco está tan interesado en incomodar al espectador a toda costa que se olvida de la coherencia narrativa o de la funcionalidad estética, aunque no sea un director poco talentoso en sí mismo. Sus mandobles son, en realidad, muy ambiguos, porque al mostrar desagradable paradoja tras desagradable paradoja, sin gradación ni medida, acaba por ofrecer una visión tan atrozmente cínica de la condición humana y de la sociedad sueca que el propio director parece situarse como una suerte de demiurgo moral que observa siniestros contrasentidos hasta en las acciones más banales: no hay, pues, mejor ni peor, sino una podredumbre generalizada (y por lo tanto, si todo es condenable, nada lo es). Si algo nos queda claro con The Square es que en el mundo de Östlund nadie está a su altura, y que el festival de Cannes haya decidido premiar un cine tan exageradamente aleccionador ofrece un mensaje desolador, aunque el mundo actual parezca, a veces, pedirlo.
Aunque la destacada presencia de Moreira Salles acabó por dejarlos en un lugar secundario, aparecían como atracciones de Zabaltegi los últimos trabajos de dos de los más importantes documentalistas de las últimas décadas, Raymond Depardon y Frederick Wiseman. El primero presentó la discutible 12 jours, en la que recoge reveladoras conversaciones entre enfermos psiquiátricos y jueces durante la vista en la que se decidirá si el paciente continúa internado o puede volver a la calle. Decimos "discutible" porque, más allá de la corrección formal de unos primeros planos semilaterales sobre fondo blanco y de unas secuencias de transición, correctas pero anodinas, en las vemos pasillos de hospital, rejas y jardines interiores, tenemos serias dudas sobre la oportunidad de la inclusión de algunos pacientes cuya gravedad y estado de confusión mental hace que sus intervenciones se acerquen, de manera peligrosa, al humor involuntario. De los diez pacientes entrevistados, solo tenemos dudas sobre la decisión final del juez en dos de ellos: una trabajadora de Orange, víctima de un fuerte acoso en el entorno laboral, y una joven indigente y madre, separada de su hijo, que destacan entre una pléyade de personajes con los que Depardon demuestra que parece muy poco interesado en abrir nuevos caminos, en abierta contradicción con el espíritu de la sección.
Por su parte, Wiseman mostró Ex Libris: New York Public Library, en la que traslada su cadencia y estilo habituales a la Biblioteca Pública de Nueva York. Sin abandonar su habitual exhaustividad, en esta ocasión la excesiva fidelidad del cineasta a su método parece desembocar un conocimiento limitado de la institución: hay una escasa presencia de los libros y de los silenciosos usuarios que leen que, si bien, como deja clara la tesis central del largometraje, verbalizado por una de las expertas que aparecen ante la cámara, una biblioteca no es ya solo un almacén de libros, sino de un medio de acceso al conocimiento por las más diversas vías, parece que en la demostración de ese principio el objeto que está en el origen de la etimología del término "biblioteca" queda soslayado en exceso. Por otra parte, las reuniones del equipo rector de la biblioteca para decidir su rumbo resultan un tanto reiterativas (las ideas-fuerza que no dejamos de escuchar son: la ejemplar colaboración público-privada en la administración del organismo y la necesidad de reducir la brecha digital entre los habitantes de Nueva York a través de los servicios de internet para los usuarios), pero ello se compensa con la variedad de las múltiples actividades en las que el autor de National Gallery se recrea con morosidad, desde las clases de baile hasta los talleres infantiles, improvisaciones teatrales o, sobre todo, los conferenciantes que acuden a la institución (empezando, como declaración de intenciones, por Richard Dawkins y su defensa del ateísmo y de los derechos de los laicistas) y que van mostrando un mosaico de la historia y la cultura neoyorquinas en la que Wiseman se sumerge durante más de tres horas hasta dejar un significante mapa de esta, a partir de ahora y gracias al cine, canonizada institución.
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