12 de octubre de 2017

Zinemaldia 2017 (7): La herida que sangra



Después de más de cuatro décadas de carrera, la incansable búsqueda de la mejor manera de representar el (des)amor y sus consecuencias por parte del cineasta francés Philippe Garrel ha llegado a uno de sus puntos culminantes en L'amant d'un jour, su última película, presente en la sección de Zabaltegi-Tabakalera del festival de Donostia y en la que la coherencia con su obra más reciente es total; no en vano, se presenta como parte de una trilogía antecedida por La jalousie y L'ombre des femmes. Aunque podemos apreciar en esta tríada una notable depuración estilística (algo que, por otra parte, no es novedoso en su obra), no hay nada en el discurso garreliano que lo acerque a la postura del intelectual apartado del mundo que, próximo a convertirse en septuagenario, se dedica a transmitir la calma y la tranquilidad que dan la experiencia; al contrario, el autor de Le Vent de la nuit ha ido intensificando su visión del amor como una experiencia límite, radical, que se apodera de todo el ser y que elimina todo contexto, traduciendo a nivel emocional el mismo proceso físico que iba gangrenando a los protagonistas de El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima. 

La recién fallecida Anne Wiazemsky recordaba su experiencia como actriz de Garrel con estas palabras




Cuando acepté hacer L’enfant secret –porque lo hicimos sin cobrar, en condiciones muy difíciles, como siempre con Garrel–, yo ya había conocido a Philippe en el 68. Para él el cine era una cuestión de vida o muerte y me conmovía mucho eso, ver a alguien de mi edad… Por aquel entonces él no comía, no tenía domicilio. Iba a La Coupole a pedir para costearse la película…
y esa misma visión del cine como cuestión de vida o muerte la ha trasladado a su gran tema, del que no parece tener una visión demasiado diferente a la que así definía la periodista Leila Guerriero a propósito del poeta chileno Claudio Bertoni: 
El desamor parece haberlo impactado como una ola gigante y pútrida impactaría sobre una playa virgen: como una sorpresa llegada desde el infierno.
En La frontière de l'aube (2008) nos ofrecía uno de los planos más significativos sobre el impacto, sin palabras y de forma súbita, de una decepción sentimental, gracias a la expresividad de la actriz Laura Smet:



Si estas imágenes nos dan una genuina pista de cuáles es el espíritu del cine último de Philippe Garrel, las dos primeras secuencias de L'amant d'un jour nos ofrecen un destilado de su cruda visión de las relaciones sentimentales: por un lado, vemos una intensidad amorosa volcánica, concretada en el baño de una facultad parisina, entre Éric Caravaca y Louise Chevillotte; por el otro, observamos con  los ruidosos sollozos de una desolada Esther Garrel, en la cumbre del desvalimiento, tras una dolorosa ruptura. Mostradas la cara y la cruz del tiránico mundo emocional en el que Garrel nos adentra sin anestesia, una fría voz en off femenina (de Laetitia Spigarelli, esporádica secundaria en la filmografía del director francés) nos irá conduciendo por los vericuetos de dos parejas contempladas desde el punto de vista de la mujer, y en la que se irá produciendo una mimetización inversa: Jeanne, el personaje interpretado por Esther Garrel, va emergiendo del pozo en el que inicialmente se situaba gracias a su capacidad para observar, con ojos cada vez más desengañados, la nada ideal relación con la que tiene que convivir en su regreso a la casa paterna, plagada de imperfecciones y destinada a disolverse por las mismas leyes de lo afectivo que la irán acercando de nuevo a su expareja, gracias en primer lugar a una serie de fantasmales llamadas telefónicas que ejercen como guiño a dos elementos -teléfonos y fantasmas- de una recurrencia casi simbólica en el universo garreliano (como bien señaló Adrian Martin). De la complicidad que va surgiendo entre las dos mujeres protagonistas, de similar edad, surge la sentencia clave:
-Te recuperarás. Todos lo hacemos.
que va impregnada de un halo de fatalismo: la recuperación irá unida a un recomienzo del mismo proceso, destinado a un mismo final, que intuimos igual de doloroso. No hay, pues, salvación, aunque la tentación del suicidio, tan presente en el cine de Garrel como única ventana -literal- de salida del lacerante bucle sentimental, aparezca aquí de nuevo como una posibilidad solo amagada, pero muy presente. 




El nada sorprendente y marcado blanco y negro sigue unido aquí a unos planos austeros, vaciados de elementos ornamentales, símbolo de un ambiente modesto y vetusto en el que además de puertas y ventanas, los únicos objetos que se hacen visibles son los libros. Tampoco hay aspavientos formales (más allá de algún discreto desenfocado) ni apenas movimientos de cámara, y esta modestia estética redunda en beneficio de su claro discurso, que solo se ve acompañado de unos breves insertos musicales de piano que acentúan la sensibilidad, cristalina y nada impostada, de esta película. 




En coherencia, los ingredientes contextuales son también mínimos: solo una lejana alusión a la guerra de Argelia y otra a una hipotética guerra futura, en una de las omisiones que progresivamente se han ido haciendo más llamativas de la narrativa garreliana, cuyo universo (surgido en mayo del 68 y explicitado en su representación más sincera y autobiográfica, Les amants réguliers) se ha ido separando de significación política en sentido estricto. El único proyecto colectivo es ya la pareja, aunque sea una pareja siempre heredera, para bien y para mal, de lo que significó la protesta estudiantil de la que está a punto de cumplirse medio siglo, y aunque se funde en un sentimiento diseccionado con prosaica frialdad, despojado de cualquier elemento idealizador o romántico, y que en cualquiera de sus variantes (aquí se nos muestra la más abierta por un lado y la más posesiva por el otro, la que une a dos generaciones distintas y la de idénticas edades) acaba por contradecir sus premisas con su muy dañina práctica y finalmente desemboca, como la mayor de las fatalidades, en la devastación de la personalidad. 

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