17 de diciembre de 2020

2020: Un año en la penumbra

Aunque duraba apenas unos minutos, la intervención de la actriz Adèle Haenel en la película Nocturama (2016), de Bertand Bonello, ha vuelto a la memoria en repetidas ocasiones durante los últimos diez meses; en concreto, estas palabras:






Tampoco han dejado de visitar la memoria algunas sensaciones causadas por el cine de las temporadas más recientes; ahora, comprobando el cariz de los títulos de los balances cinematográficos de 2019 (La conciencia de fragilidad), 2018 (Un aroma a pesadumbre) y 2017 (El fin de la esperanza) o de las crónicas del Zinemaldia, incluso en sus ediciones más memorables (El canto del cisne en 2018, La calma provisional en 2019), se convierte en una evidencia la percepción de que este arte no estaba precisamente contribuyendo a la inconsciencia colectiva ni a recibir con pasividad o con súbita sorpresa la llegada de la peor pandemia mundial en un siglo. Al contrario: por más que para la mayoría de nosotros siglas como MERS o SARS significasen muy poco hasta el mes de marzo y que, en su literalidad, muy pocas películas hicieran alusión a las incalculables consecuencias de una enfermedad infecciosa provocada por un coronavirus y de muy fácil contagio (aunque alguna que sí lo hizo, vista hoy, nos resulte tan anticipatoriamente familiar que hasta nos asuste), el cine no dejaba de dar voces de alarma, ni de levantar acta de la extrema vulnerabilidad del mundo en que vivíamos, ni de mostrar que hasta el más sencillo gesto de nuestra vida cotidiana podía desencadenar una tragedia de grandes proporciones. Algo que, por otra parte, tampoco han dejado de hacer algunas de las películas más significativas aparecidas ya en el mundo pandémico, como Estoy pensando en dejarlo, de Charlie Kaufman, que parecía resumir el espíritu del confinamiento domiciliario al hacernos escuchar, con la voz trémula y cansada de Jessie Buckley, el poema Bonedog de Eva H.D.:

Volver a casa es terrible
tanto si los perros te lamen la cara como si no;
tanto si te espera una esposa
o solo una soledad con forma de esposa.
Volver a casa es terriblemente solitario
piensas con cariño
en la opresiva presión barométrica
del lugar de donde acabas de llegar,
porque todo es peor
de vuelta en casa.

Piensas con nostalgia en los bichos
que se aferran a los tallos de las plantas,
las largas horas en el camino,
la asistencia en carretera y los helados,
las formas peculiares de
ciertas nubes y los silencios, 
porque no querías regresar.
Volver a casa es
simplemente horrible.

Y los silencios domésticos y sus nubes hogareñas 
no hacen más 
que aumentar el malestar general.
Las nubes tal y como están,
son de hecho sospechosas,
están hechas de un material diferente
del que estaban hechas cuando las dejaste.
Tú mismo fuiste cortado
de una tela diferente, turbia.
Devuelto,
repudiado,
despreciado por la luz de la luna,
infeliz de estar de vuelta,
estancado en los peores lugares
con tu traje raído
gastado como trapo viejo.

Regresas a casa
como aterrizando en la luna, ajeno;
la atracción gravitacional de la tierra
redobla su esfuerzo,
arrastrando tus cordones sueltos
y tus hombros
grabando más profundamente la estrofa
de la angustia en tu frente. 
  
Vuelves a casa hundido,
un pozo seco ligado al mañana
por una frágil hebra de... da igual. 

Suspiras ante la avalancha de días idénticos.
Bien podrían ser solo uno,                                                           
uno a la vez

Bueno,
qué más da,
volviste.

El sol sube y baja
como una puta cansada,
el clima inmóvil
como una extremidad rota
mientras sigues envejeciendo.
Nada se mueve,
menos las mareas cambiantes 
de sal en tu cuerpo.
Tu visión se nubla.
Llevas tu clima contigo,
la gran ballena azul,
una oscuridad esquelética.

Vuelves a casa
con visión de rayos X.
Tus ojos se vuelven hambrientos.
Regresas a casa con tus dones mutantes
a una casa de hueso.
Todo lo que ves ahora,
todo ello:
hueso. 
 

El hecho de que una película tan oscura y reflexiva como ésta no se haya podido ver en el lugar que le correspondía, una sala de cine en la que sentir la angustia silenciosa de unos anónimos compañeros de sesión y la modestia de la propia persona frente a la densidad de su propuesta, es uno de los fracasos más profundos y más simbólicos, cinematográficamente hablando, de 2020. Porque este año la posibilidad de que las salas de cine desaparecieran para siempre, arrasadas por un tsunami que se llevaría por delante el mundo tal y como lo habíamos conocido, pareció una amenaza real durante las más sombrías semanas de marzo y abril, en las que el recuerdo de la última película vista en pantalla grande se veía inevitablemente acompañado por un sentimiento lacerante, vívido y melancólico; hoy, y en un año en el que paradójicamente he visto abrir un cine a pocos metros del lugar en el que vivo, esa amenaza, por más que ahora sea un tanto más brumosa, sigue siendo un temor lejano que todavía no se ha disipado del todo, y ante el que no puedo más que remitirme a las palabras que escribió Isaki Lacuesta en el mes de mayo:

Ya hace años que los voceros del fin de las salas promovían el encierro perenne en nuestras casas como ideal de vida, y ahora utilizan el virus como profecía autocumplida. (...) Nadie se plantea si hemos de escoger entre discos o conciertos, libros de arte con ilustraciones o museos, ir en coche o a pie; nadie cuestiona si las virtudes del sexo online conllevan la renuncia al sexo presencial. El valor de las tecnologías pasa por ampliar nuestras capacidades y placeres; si los reducen, no sirven para nada. (...) Las puertas sirven para atravesarlas en ambas direcciones, y defender lo contrario es marketing oligopólico, condenarnos a vivir como los personajes de El Ángel exterminador de Buñuel, encerrados con un solo juguete.

Con una temporada cinematográfica tan anómala, me resulta absolutamente inadecuado, por insuficiente y poco significativo, circunscribirme, como en años anteriores, a una lista de estrenos comerciales favoritos, por más que en estos meses (y excluyendo, claro, la larga noche de marzo a junio) no hayan dejado de llegar a las salas películas de importancia, desde Vida oculta de Terrence Malick hasta Mank de David Fincher: ambas, pese a su muy distinta textura, igual de evocadoras en su densidad moral y política, encontrando férreos elementos de dignidad en dos personajes muy diferentes en apariencia pero igual de olvidados por la historia. 




Para hallar un termómetro desde el que calibrar este año de cine, tengo que volver la vista a la vida antes del Covid: a enero y febrero, cuando acudía admirado a la retrospectiva de William Wyler en el cine Doré y, de obra maestra en obra maestra, intentaba ordenar  la multitud de ideas que me sugería su sobresaliente filmografía. Tras el asombrado tercer visionado, a finales de enero, de Horizontes de grandeza (1958), se quedó fuertemente anclada en la memoria la emocionante manera de mostrar el nacimiento del amor entre los personajes de Jean Simmons y Gregory Peck, una de las impresiones más bellas y duraderas en mi vida de espectador cinematográfico y cuyas reminiscencias con la dulce sensación de anhelo que surgía entre Claire Trevor y John Wayne en La diligencia (1939) de John Ford, acompañadas de una montaña de imágenes de ambas películas, habría sido la publicación que más hubiese querido hacer en este 2020, si el 14 de marzo y sus días sucesivos no hubiese echado el telón sobre tal idea. 



Antes de marzo también pude ver, en la siempre acogedora Sala Azcona de Cineteca, el que estaba destinado a ser uno de los estrenos de la primavera: Matthias & Maxime, de Xavier Dolan, que finalmente pudo llegar a las salas en el mes de junio, aunque para ser recibida por la crítica, de forma nada sorpresiva, a pedradas. El que la figura del director de Mommy se haya convertido en el particular espantajo sobre el que ejercer el matonismo por buena parte de la opinión cinematográfica, que en ocasiones parece querer hacer honor a la sentencia de José Emilio Pacheco ("ya somos todo aquello contra lo que luchamos"), nada dice sobre sus películas; si bien Matthias & Maxime es la más convencional de todas las realizaciones de Dolan, su poderío visual y la particular sensibilidad con la que, pese a todo, sigue siendo capaz de captar la moral de un perdedor, con la que nunca ha dejado de identificarse, me hace pensar que esta última obra merecía algo más que este solitario aplauso. 


Cuando llegó el 14 de marzo y con él, un forzoso y ermitaño ejercicio de supervivencia, el cine, si no lo era ya antes, se convirtió en la más valiosa brújula para atravesar el desierto del encierro en soledad. Y, con una naturalidad pasmosa, regresó una antigua y placentera costumbre, la de la correspondencia crítica, abandonada un lustro atrás y retomada al modo en el que las personas que vivieron los tiempos sin agua corriente o sin electricidad son capaces de, antes cualquier corte momentáneo del suministro, recuperar en un instante los modos y maneras de desenvolverse de una época anterior. En este caso, el intercambio de correos electrónicos, previa citación para el visionado conjunto, con Xan Gómez Viñas supuso recuperar un hábito iniciado hace siete años, cuando esta página estaba durmiendo el más pesado de los sueños en el limbo de la red, y que supuso la mejor manera de encauzar y traducir a palabras una cinefilia, en mi caso y hasta entonces, desordenada y vivida hacia adentro.  Así, durante los meses del confinamiento fueron surgiendo películas de Jean Grémillon, John Ford, Hiroshi Shimizu, Mark Donskoy, Karel Kachyna o Marcel Pagnol, hasta llegar al más valioso de todos los largometrajes vistos en ese período: Juan, como si nada hubiera sucedido (1987), de Carlos Echeverría, impresionante documental argentino de muy largo alcance, perfecto en su adecuación entre forma y contenido, rodado en un tono bajo para mostrar, desde la cautela y la clandestinidad moral, los modos y maneras con que la Junta Militar redujo a un país y, por extensión, al mundo que lo observaba, al miedo y al silencio, con el fin de imponer el estado de cosas económico sobre el que se funda el momento en que vivimos. Es un ejercicio inútil rebuscar en la historia del cine español para encontrar una película equivalente, porque no existe, lo que explica algunas de las lacerantes carencias morales de nuestra historia. 


La idea de los visionados conjuntos se extendió luego (por separado, he de citar a Andrea Morán, Guille Hormigo y Guille Martínez como los otros corresponsales que hicieron soportable la soledad pandémica) y, en paralelo, la tentación de seguir una infinidad de hilos abiertos en temporadas precedentes: en primer lugar, continuar trazando, con más intensidad que en años anteriores, un mapa de la historia del cine soviético; bucear en el mal conservado pero más que estimulante cine cubano revolucionario; sumergirme en el Hollywood anterior al código Hays; completar hasta los pliegues más recónditos algunas de las filmografías de los cineastas más admirados (Sjöström, Lang, Hitchcock, Buñuel); seguir con cierta constancia los pasos de algunos directores muy apetecibles pero poco explorados como Helmut Käutner o Leopoldo Torre Nilsson o continuar rastreando las huellas perdidas de la cinematografía de la desaparecida República Democrática Alemana


Ocupados así los tres meses de travesía por el desierto, llegó el espejismo del aparente fin de la pandemia y la engañosa sensación de haber llegado enteros a ese imaginario momento; mientras la realidad se iba ocupando de desmentirlo volvieron algunas salas de cine, la programación del Doré y la retrospectiva de William Wyler: la magnífica La trampa amorosa (1929), película elegida para regresar a la pantalla grande, puso la guinda del pastel al ciclo que, junto con el de Jean-Pierre Melville en 2017 y el de Wang Bing en 2018, más satisfacciones me ha dado en el último lustro. 

En la vuelta de los estrenos, a medio gas y severamente penalizada por el exceso de cálculo que animó a aplazamientos de más de un año de películas planeadas para este 2020, destacó, no por la calidad de su propuesta (tan megalómana como cualquiera de sus realizaciones más recientes), sino por la sinceridad que traslució como gesto de apoyo a la exhibición del cine en salas, la decisión de Christopher Nolan de mostrar su Tenet en pleno mes de agosto, en un panorama más que incierto. Sí brilló, un mes antes, el estreno de Dónde estás, Bernadette, en la que Richard Linklater, como en sus mejores películas, volvió a realizar una disección crítica de la masculinidad, en este caso poniendo el microscopio en las insuficiencias, tan obvias como sangrantes, de una paternidad no problemática en apariencia, frente a dos personajes femeninos, madre e hija, de tan conmovedora complejidad como difícil encaje en un mundo demasiado prosaico.


Y mientras a lo largo del verano la pandemia regresaba lenta pero implacablemente, hubo al menos tiempo para acudir con cierta constancia a un cine de verano, el de Cineteca, que sirvió para descubrir una de las películas de esta temporada que más veces he recordado con emoción: Swallow, de Carlo Mirabella-Davis, un largometraje que evoluciona desde unos primeros compases desaforada y excéntricamente estetizantes (en la línea de un Peter Strickland) hasta que un inesperado y turbador volantazo nos sitúa ante la deconstrucción del trauma primigenio en el que se asentaba la conservadora y aparente armonía hogareña basada en la subordinación de la mujer; en realidad, y como ya dejó apuntado en su día el melodrama sirkiano, un silencio que en realidad esconde un profundo terror mudo, aquí sólidamente fundado en el odio al brutal acto de violencia del propio origen.







Llegados a la plenitud del tiempo estival, el nerviosismo, el mal humor y el progresivo autoconfinamiento se iban transformando en un hábito y estas palabras de Leila Guerriero 
A veces me pregunto eso: si los mejores años ya pasaron, aun cuando fueran horribles.

empezaron a resonar en todo su pesimista sentido. En este contexto llegó también el cuestionamiento de unos meses de sobredosis cinéfila a través del ensayo Contra la cinefilia, de Vicente Monroy, capaz de aportar citas tan inquietantemente lúcidas como ésta de Philippe Lopate:

No es que me arrepienta de una sola de las horas que he pasado viendo cine, antes o ahora, en tanto que el hábito ha persistido hasta hoy, pero tampoco me opondría si alguien me dijera que la cinefilia crónica promueve la pasividad ante la vida, una tendencia la estetización de la realidad, una absorción narcisista que dificulta el contacto con los demás.

mientras reaparecía también una vieja noticia, apócrifa solo en apariencia: 


Ante estas tesis, una primera respuesta fue asumir que vivimos en la era de la sospecha: todo sentimiento, por legítimo y puro que parezca,  es susceptible de ser deconstruido, troceado, puesto del revés y hasta ridiculizado. Sin embargo, teniendo en cuenta el largo túnel en el que todavía estamos inmersos, no puedo estar más lejos de reconocer las contraindicaciones atribuidas a la cinefilia, por más que se la intente en ocasiones asimilar con un grupo imaginario que se apoderaría del cine de forma ilegítima y represiva, del mismo modo que demasiadas veces se ha intentado asimilar a "la izquierda" como una malintencionada camarilla de resentidos e ineptos, o "el amor" como un sentimiento egocéntrico, pútrido y espurio. "El cine estimula el deseo y abre los ojos: es una secreta actividad de resistencia", dejó escrito Roger Koza, y en eso se asimila con el amor y con la izquierda: en realidad, tres conceptos íntimamente relacionados, sin los cuales el mundo sería un lugar inhóspito e insoportable, en el que no merecería la pena luchar por dejar atrás pandemia alguna.

A apenas diez días del 125 aniversario de la primera proyección de cine en París por parte de los hermanos Lumière, esta memoria de 2020 no puede dejar de mencionar apasionante visionado, dentro del esforzado ciclo Cine prohibido, de Los vampiros (1915) de Louis Feuillade, la primera gran cumbre del cine folletinesco, construida a través de un indudable descaro y de un poderoso sentido del ritmo e inauguradora de una tradición tan noble como fecunda y sin la que quizá no existiría esa rotunda obra maestra que es El doctor Mabuse (1922), su continuación natural, ni, como prolongación, el cine de gángsteres o el cine negro, ni seguramente algunos otros subgéneros de bastarda procedencia y, no olvidemos, las series de televisión, una de cuyas primeras y más poderosas fuentes de legitimación en el terreno de la imagen es el continuo éxito de este inmarchitable serial.


Tampoco se pude quedar fuera de esta recapitulación de 2020 la película española ma destacada del año, en las carteleras desde hace apenas unos días: My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang que, mediante la narración más íntimo y despojada y de un extraordinario trabajo de sonido, incluyendo un asombroso uso del silencio (particular y espectacularmente efectivo en una sala de cine en condiciones), consigue hacer buena la idea de que podría seguir haciéndose cine sin rodar ni una sola imagen nueva: solamente resignificando las imágenes existentes, que en este caso forman parte de un patrimonio familiar a cuyo valor privado y documental se le consigue añadir, en una combinación admirable, un potente valor dramático mediante la más hábil y sensible de las ficcionalizaciones. 

Por último, nos detenemos en el rescate cinematográfico del año, que llegó como película inaugural de un atípicamente invernal (y todavía en curso) DocumentaMadrid, tras su paso por Venecia: la inesperada Hopper/Welles, una entrevista filmada en la que el director de Sed de mal empieza ejerciendo de Jake Hannaford (protagonista de Al otro lado del viento) con el fin de cuestionar maliciosamente la entonces figura en ascenso del director de Easy Rider. Pero, a partir del momento en el que la política se adueña de la conversación, Welles deja atrás a su personaje y se transforma en una versión de sí mismo inquisitiva e intimidante, capaz de disolver intelectualmente la figura políticamente inconstante de Hopper, en un ejercicio que cabe sospechar que contribuyó a la rápida disolución de la carrera como director de la entonces gran esperanza blanca del Nuevo Hollywood (y hoy, seguramente, más recordado como el tronante secundario de Terciopelo azul que como el gran cineasta que nunca llegó a ser), del mismo modo que la publicación de San Genet, comediante y mártir por parte de Jean-Paul Sartre provocó el posterior silencio inhibido de Jean Genet durante un lustro. 

Llegando al fin, y a falta de conclusión alguna para un año tan aciago, comparto, a modo de despedida, estas imágenes de Four Sons (1928) en las que John Ford muestra, con envidiable economía de medios y una triste belleza, el fin de la I Guerra Mundial, con el deseo de que 2021 nos traiga, además del fin de la pandemia, un retrato cinematográfico a la altura de lo vivido.




No hay comentarios: